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Propal y su cancha inclinada

Mientras el mundo protege y potencia sus industrias, aquí las dejamos a la deriva. No por falta de talento o capacidad, sino por falta de decisiones.

Gabriel Velasco Ocampo
Gabriel Velasco Ocampo | Foto: El País

17 de abr de 2025, 02:58 a. m.

Actualizado el 17 de abr de 2025, 02:58 a. m.

En Yumbo se apagó una luz. Propal, una de las fábricas más emblemáticas del Valle, cerró de manera indefinida su planta. No es cualquier noticia. Son casi siete décadas de historia, de empleo, de encadenamientos productivos, de familias que vivieron con dignidad gracias a esa operación. Aunque la empresa sigue funcionando desde su planta en el Cauca, el golpe para el Valle, y para el país, es fuerte.

Esto no es un hecho aislado. Es el reflejo de algo más profundo que se viene cocinando hace rato: la desindustrialización de Colombia. Mientras el mundo protege y potencia sus industrias, aquí las dejamos a la deriva. No por falta de talento o capacidad, sino por falta de decisiones. Por un Estado que se volvió espectador mientras las empresas luchan solas, y por un modelo que premia lo importado y castiga al que produce.

La ironía es brutal: cerramos fábricas que dan empleo, pagan impuestos y sostienen familias, mientras abrimos las puertas al papel barato que viene de países con condiciones laborales, fiscales o ambientales que aquí serían inaceptables. La planta de Yumbo no cayó por falta de calidad o compromiso, sino por un sistema que castiga al que cree en Colombia.

Propal no solo producía papel. Producía empleo, conocimiento, orgullo. Pero sobre todo, sostenía una red de trabajadores, proveedores y familias. Era una casa común. Cerrar una empresa no es solo un tema económico: es romper la estructura que da estabilidad a muchas vidas. Esa casa quedó en ruinas.

Más de 500 trabajadores quedaron en el aire, y con ellos sus hogares. Familias que hoy no saben si podrán seguir pagando arriendo, estudiando o comiendo. Detrás del silencio de las máquinas hay angustia, incertidumbre, tristeza, pero también impotencia. Porque no fue una tragedia inevitable, fue una tragedia permitida.

La empresa habló de pérdidas, sí. Pero también levantó la voz sobre lo que muchos ya sabían: estamos dejando morir lo nuestro. El dumping está inundando el mercado con productos tan baratos que ni siquiera cubren lo que acá cuesta producirlos. ¿Cómo compite una empresa así? No se trata de cerrarnos al mundo, sino de jugar con reglas justas. En Colombia, los que producen tienen que jugar en una cancha inclinada. Y cuando la cancha está así de desequilibrada, el que pierde siempre es el que genera empleo.

Lo más preocupante es que este caso no es aislado. En sectores como los textiles, el acero o la agroindustria, cientos de empresarios sienten que compiten con las manos atadas, acosados por importaciones desleales, cargas tributarias excesivas y falta de respaldo institucional. Cada uno libra su propia batalla para no apagarse y siempre le toca remar contra la corriente.

Y aquí uno se pregunta: ¿dónde está el Gobierno Nacional? ¿Dónde están las salvaguardas, los aranceles, los instrumentos comerciales modernos? ¿Cómo puede ser que se permita la entrada masiva de productos por debajo del costo local de producción mientras nuestras empresas se ahogan?

Mientras tanto, desde los micrófonos oficiales se habla de ‘industria nacional’, de ‘soberanía productiva’, de ‘economía popular’. Bonitas palabras que se deshacen como papel mojado frente a la realidad: cada vez más empresas cierran, más empleos se pierden, más talento se fuga. Lo que queda no es una alternativa: es una ruina maquillada de retórica.

Urge reaccionar. Urge una política industrial seria, moderna, valiente. Una que apoye lo nuestro sin miedo. Una que entienda que sin industria, sin trabajo, sin una casa común, no hay país.

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