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El brigadier general (honorario) Humberto Aparicio es el oficial de policía activo mas viejo del mundo. | Foto: Bernardo Peña / El País

POLICIA NACIONAL

Humberto Aparicio, el general de los 85 soles en la Policía Nacional

Con 65 años en la institución, Humberto Aparicio Navia es el oficial más antiguo de la Policía. Esta es su historia.

10 de marzo de 2021 Por: Jaír Fernando Coll Rubiano / Reportero de El País

Las legendarias batallas que años atrás tomaban lugar en cientos de hectáreas contra Los ‘Pájaros’ en el antiguo Caldas, la chusma en Tolima o los bandoleros en Boyacá, han reducido su perímetro a no más de 200 metros cuadrados: un apartamento ubicado en el quinto piso de un edificio del oeste de Cali, en donde el general Humberto Aparicio Navia, de 85 años, combate contra “el peor enemigo del hombre”: la pereza.

—Siento que a veces me traiciono —se lamenta el oficial más antiguo de la Policía en Colombia, un caleño con 65 años dentro de la institución.
Describe la pereza como si se tratara de su álter ego: un malicioso fantasma que a veces lo convence de no cumplir su caminata diaria de 1100 metros desde Santa Rita hasta el Zoológico, que le evita las molestias de afeitarse o, incluso, si hay días en los que es muy poderoso, de no introducirse en la ducha.

—Homo homini lupus (el hombre es el lobo del hombre) —cita al dramaturgo Plutao, ese fanático de la literatura grecorromana, con destreza en el inglés y alemán, pero también creyente fiel de las canciones y películas del mexicano Pedro Infante. Son las 10:15 de la mañana y el sol da de perfil en la arrugada cara del “general de generales”, como gusta autodenominarse.

Su caso es uno de los más insólitos dentro de toda la historia de la Policía Nacional: tras 47 años de tiempo récord con el grado de mayor, en mayo del 2019 el presidente Iván Duque lo ascendió a brigadier general honorario, saltándose de un solo tajo los escalones de teniente coronel y coronel.

Aparicio es precursor de las academias de Historia de la Armada, la Policía y el Ejército, pero también es cofundador de Coldeportes, miembro del Instituto León Tolstoli y la Academia de la Lengua.

Precedido por cuatro años de formación con los frailes franciscanos en Cali y estudios de filosofía y bachiller en un frío monasterio de Ubaté, Cundinamarca, que más tarde abandonó por un platónico amor hacia una muchacha de capul y medias tobilleras, la vida de las armas inició para Aparicio a los 20 años, el 7 de enero de 1956, fecha de su graduación como uniformado.

—¿Ya ha pensado en escribir su autobiografía?
—Pues claro, ya he sido autor de varias docenas de cuentos al respecto y hasta tengo once libros de temas costumbristas.
—Mark Twain decía que era imposible escribir una autobiografía en la que se contara la verdad absoluta sobre sí mismo...
—Puede que me haya pasado —ríe—. Pero le aseguro que yo no tengo ninguna necesidad de exagerar.

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La vida de Aparicio es casi una novela escrita por un contemporáneo Louis Stevenson. Y no necesariamente por recordar una dualidad similar a la de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que en su caso vendría a ser el general y su malvado álter ego de la pereza, sino más bien por el afán aventurero que ha caracterizado toda su existencia.

Para empezar, ser el fundador de la aviación de la Policía en 1964, carrera que pese a estar reservada en ese entonces a la Fuerza Aérea, Aparicio logró ingresar tras vender un reloj Rolex, una pistola alemana y un estilógrafo Parker de oro. Una vez graduado, manejaba con destreza un monoplano Piper 135.

—¡Tal como Pedro Infante, que también fue piloto!
—Es que fue por él, mi ídolo, que quería alzar vuelo. Una vez que iba de Bogotá a Bucaramanga, me pegué tremendo susto. Estaba a cientos de metros sobre la Cordillera Oriental y el avión, aparte de estar escaso de gasolina, no operaba con facilidad. Qué bueno que logré regresar a la capital para descender a tiempo.

Esa no sería la única vez en la que la muerte estuvo cerca de Aparicio, sobreviente a dos atentados en los años 80’, tiempo en el que fue director de la cárcel La Modelo de Bogotá, en donde estaban todos los presos del M-19, grupo que habría planeado su muerte al contratar dos pistoleros que “cometieron el error” no asesinar primero al conductor del carro en el que iba el oficial y así evitar que se dieran a la fuga.

Cuando una reportera le preguntó por qué no tenía escoltas ese día, el “católico, apostólico, romano y sin pena” de Aparicio respondió: “Me basta con uno solo: Jesucristo”. Se trataba de una respuesta que le valió una misiva de felicitación del papa Juan Pablo II.

Aparicio, un general dotado de una “vanidad que no estorba”, también se pavonea de haber sido el comandante de la seguridad interna de la Universidad Nacional entre 1964 y 1967 por orden del entonces presidente Carlos Lleras Restrepo, a quien los estudiantes habían corrido de la institución con una lluvia de huevos. En su paso por el campus, conoció al sacerdote Camilo Torres.

—Intenté convencerlo de que no cambiara la cruz por el fusil —cuenta—, pero se dejó seducir por la revolución y fue muerto como guerrillero del ELN en Patio Cemento, Santander. Me dio tristeza, porque tenía vena para ser obispo.

Pero, al contrario de Torres, que para algunos insurgentes tuvo un final heroico, Aparicio tendrá que satisfacerse con una muerte prosaica.

—Yo quería terminar mis días en medio del combate, con gloria de por medio, y por eso pedí que me enviaran a Vietnam, pero nunca me dejaron por ser policía, pese a que también fui entrenado por el Ejército.
—¿Cree que con una muerte heroica hubiera logrado la “inmortalidad”?
—Quizá por algún tiempo, pero al día de hoy ya ni perduran los nombres. Mire que ya casi nadie se acuerda del general Álvaro Valencia Tovar (1921-2014), a quien enviaron a la guerra de Corea. Quería igualarlo y tal vez superarlo. Puede que lo haya logrado, dado que fui piloto y él no (sonríe).
—¿Tiene miedo de ser olvidado?

Las cejas de Aparicio tiemblan como si presintieran un ligero terror, pero luego el general da una nerviosa carcajada y retoma la palabra:

—Eso es muy cierto. Álvaro Uribe me dijo una vez que yo era una institución dentro de la Institución. Pero, para serle sincero, a estas alturas de la vida me basta morir como hombre.

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El general Aparicio, aquel que ha recibido 149 condecoraciones (incluida la Orden de Boyacá), tiene pendiente por finalizar una batalla no menos heroica: el cuidado de su esposa Sara Lilia Liscano, a quien, a raíz de una neumonía, no le dieron más de un mes de vida si no se trasladaba a un clima caliente, por lo que los esposos tuvieron que salir rápidamente de Bogotá con destino a Cali, en septiembre pasado.

Ya con la neumonía superada, Aparicio está a la espera de que los médicos resuelvan un intenso dolor en la columna de Sara, el cual le impide caminar.

—Esta batalla es la más dura que me ha tocado —afirma—. Y eso que tiene frenada mis funciones como asistente protocolario en ceremonias de la Policía. Frenado, por no decir jodido.
—Pero tras muchos años de tanta acción, ¿usted se siente satisfecho con esa función?
—Pues me siento bien... ¿Qué más puedo hacer?
“El general de generales” frunce sus delgados labios de lo que se deduce que es una sonrisa.

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