El Acuerdo de Escazú
A consideración del Congreso se encuentra la ratificación del Acuerdo de Escazú, que busca establecer como derecho el acceso a la información sobre el medio ambiente.
A consideración del Congreso se encuentra la ratificación del Acuerdo de Escazú, que busca establecer como derecho el acceso a la información sobre el medio ambiente, una participación ciudadana prácticamente ilimitada en todas las decisiones ambientales, y la posibilidad de impugnar y recurrir ante instancias judiciales y administrativas cuanta decisión, acción u omisión relacionada con lo ambiental, se le pueda a alguien imaginar.
Mejor imposible, dirán algunos. Pero no es así. Incluye cualquier información pública o privada de particulares y de empresas, grandes o pequeñas, nacionales o extranjeras “relativas a sus operaciones” y “posibles riesgos” ambientales; incluso la confidencial. Toda será pública salvo contadas excepciones independientemente de quien la solicite, un cura o un hampón, pues no tendrá que demostrar un interés especial o justificación.
Además, cualquiera podrá inmiscuirse en los procesos y decisiones administrativas de carácter ambiental sobre los “proyectos y actividades” de iniciativa pública o privada. Podrán presentar observaciones e interponer acciones administrativas y judiciales, sin límite aparente, en todas las etapas. Es decir, atravesársele a lo que sea. A un proyecto agrícola o productivo, una obra de infraestructura, una decisión de seguridad nacional.
Para lo cual contarán con un medio repotenciado: extiende la ya existente inversión de la carga de la prueba (el acusado se presume culpable hasta que demuestre lo contrario) a todas las actuaciones, sean judiciales o administrativas, relacionadas con el acceso a información, participación pública, y cualquiera que afecte o pueda afectar de manera adversa el ambiente. La presunción de inocencia y la buena fe, borrados de un plumazo.
Si lo anterior fuera poco, si una organización privada o no gubernamental recibe fondos públicos, se le considerará autoridad competente, y para la resolución de controversias, los Estados Parte deberán escoger entre un mecanismo de arbitraje a definir o la Corte Internacional de Justicia, a la que Colombia renunció luego del fallo arbitrario sobre San Andrés. Es decir, a escoger entre una lotería y un tribunal internacional sin garantías.
Quien se oponga al Acuerdo de Escazú, yéndole bien, es tildado de verdugo del planeta. Basta ver los trinos desapacibles de respetables ambientalistas descalificando a quienes manifiestan reservas sobre el mismo; pontifican sobre la participación y la democracia, pero se ponen energúmenos cuando los sectores económicos, sin excepción, solicitan al Congreso no ratificar el Acuerdo o un compás de espera para revisar su costo-beneficio.
Porque hay que decirlo con todas las letras: el Acuerdo de Escazú no es como lo pintan. Sus fines son loables y nadie con cinco centímetros de frente puede estar en contra de un desarrollo sostenible y el respeto, protección y promoción de los derechos humanos. Pero la letra menuda es un arsenal de instrumentos que, mal utilizados, conducirán al país a la parálisis de su desarrollo y a una dictadura del ambientalismo fundamentalista.
Colombia no necesita del Acuerdo de Escazú para garantizar el acceso a la información ambiental pertinente, ampliar la participación pública y fortalecer la justicia ambiental. Y ser ratón de laboratorio de un tratado cuya aplicación es un albur, que ningún país desarrollado firmaría, y generará mayor tramitología, incertidumbre, y judicialización de decisiones, amerita un análisis cuidadoso, más cuando salirse del acuerdo tomaría cuatro años. Ojalá el Gobierno recapacite y el Congreso no se apresure en su ratificación.
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