Columnistas
Cuando la mentira se vistió de gobernante
Es imperativo proteger siempre un bien común llamado verdad, porque sin verdad no hay confianza, sin confianza no hay inversión, sin inversión no hay tejido empresarial, sin empresas no hay empleo, y sin empleo no hay dignidad.
Siga a EL PAÍS en Google Discover y no se pierda las últimas noticias


19 de sept de 2025, 03:44 a. m.
Actualizado el 19 de sept de 2025, 03:44 a. m.
Hubo una vez, en una tierra fértil y diversa, un narrador de sueños que llegó a la plaza pública con palabras envueltas de esperanza. Gozaba de gran habilidad para bordar emotivos relatos. Ese narrador, que en épocas anteriores había transitado por caminos sombríos y controvertidos, supo disfrazarse como vendedor de ilusiones y así, sin que muchos repararan en la distancia entre el cuento y los hechos, el narrador se convirtió en gobernante de aquella tierra rica y hermosa.
Al principio, mucha gente estuvo convencida de que las palabras del narrador tenían como una especie de magia. Cada vez que hablaba, parecía que algo grande iba a suceder. Prometía cambios, transformaciones y soluciones que sonaban como música para cada lugar y recinto que visitaba.
Sin embargo, muy pronto notaron que todas esas promesas nunca se concretaban, quedaban flotando en el aire. El tiempo continuó pasando y, cuando llegaban los momentos de mostrar resultados, el narrador no traía respuestas, sino un nuevo relato, un cuento más para aplazar la verdad.
Toda la angustia y desesperanza sembrada por la mitomanía de este maquiavélico narrador, a quien se le develaron sus máscaras en poco tiempo, propició a viejos forajidos de ese territorio, donde convivían esperanzas y temores, a encontrar un clima más adecuado para fortalecer sus fechorías. Inimaginables crímenes interrumpieron la paz, la tranquilidad y hasta la vida de gente inocente. Y así, el miedo, ese colonizador silencioso, empezó a instalarse otra vez en las esquinas y en los corazones.
Algunos dirán que todos los gobernantes prometen más de lo que cumplen, y algo de razón pueden tener. Pero hay unas fronteras morales que no deben cruzarse. Cuando el relato deja de ser inspiración y se vuelve coartada; cuando la palabra no guía la acción, sino que la encubre; y cuando el líder necesita cada vez historias más grandes para continuar en el poder; allí la mentira deja de ser error y se convierte en método. Y un país no puede sostenerse sobre un método así, sin pagar un precio altísimo en confianza, convivencia y futuro.
El liderazgo verdadero no se mide por la intensidad de los elogios recibidos, como en ciertas organizaciones donde aún prevalece lo que yo denomino “el comité de aplausos”, de lo cual comentaré en una próxima columna. El verdadero líder no se mide por su apariencia y sus palabras, se mide por sus actos y por sus resultados.
Es imperativo proteger siempre un bien común llamado verdad, porque sin verdad no hay confianza, sin confianza no hay inversión, sin inversión no hay tejido empresarial, sin empresas no hay empleo, y sin empleo no hay dignidad. Los pueblos no se sostienen con discursos rimbombantes, sino con miles de pequeñas acciones cotidianas: la obra que comienza y se concluye, la escuela que abre y educa, el campesino que cultiva y alimenta, la justicia que llega y repara, la seguridad que previene y protege, el joven que estudia y se prepara.
En última instancia, lo que salva a un país no son las promesas dichas, sino aquellas que se convierten en acciones cumplidas que siembran confianza, esperanza y futuro.
6024455000






