No me refiero al coronavirus, que tiene en estado de esquizofrenia al mundo y al país, que amenaza con implosionar la economía global y que los medios de comunicación cubren como si fuera un reality show. No desconozco los riesgos de este virus, tampoco sé si a la vuelta de unos meses habrá arrasado con todo o si al igual que los anteriores, se nos habrá olvidado, mientras aparece otro. Ojalá sea lo segundo y mientras tanto, a vivir.

Me refiero a otro virus, muy grave, que empieza a socavar los cimientos de la sociedad, la seguridad, la democracia. El virus de los algoritmos. De esa secuencia de pasos lógicos, no ambiguos, ordenados y finitos, que en teoría se emplean para ayudar a solucionar problemas, a través de un cómputo, procesar datos, o llevar a cabo tareas. En teoría, porque en la práctica está sacando lo peor de cada ser humano, a conciencia.

Los algoritmos permiten saber, con altísima precisión, la ideología, la filiación política y orientación sexual y gustos de las personas, e informar a quien vende productos para bebés cuando alguien está esperando antes de la prueba de embarazo, o a las agencias de viajes los destinos deseados. También logra provocar a las personas, inducirlos a tomar decisiones equivocadas, desde las más sencillas hasta un enfrentamiento militar.

Ese es el poder de las compañías de plataformas tecnológicas, que son las más grandes económicamente del mundo: Facebook, Google, Amazon, Microsoft, Apple, entre otras. Empresas cuyo negocio es conocer cada vez más el comportamiento individual de las personas a través de su interacción en medios digitales y con esa información privada y privilegiada, venderle ‘audiencias de compradores’ a compañías de bienes y servicios.

Cada vez que utilizamos un motor de búsqueda, compramos online, vemos un video de YouTube, enviamos un mensaje de texto, movemos el cursor en la web o damos un like, enviamos información de nuestras preferencias. Una confesión permanente. Del resto se encarga la inteligencia artificial que, a través de algoritmos, analiza en segundos nuestros comportamientos, nos manipula si es del caso, y nos vende al mejor postor.

Tristan Harris, quien conoce las entrañas del modelo de negocio pues trabajó en Google y fundó el Center for Humane Technology, dice que la fórmula es muy sencilla: explotar la necesidad de las personas de validación social. La gente quiere estar en las redes, que la vean. Un ‘narcisismo masivo’ que según él ha terminado por degradar la humanidad: degradar las relaciones sociales, la capacidad de atención, la democracia, y la decencia.

Pero esto no es nada, hay otra fórmula mágica: fidelizar a como dé lugar a las personas. Los algoritmos identifican cuando alguien disminuye su interacción en las redes y están programados para capturar de nuevo su atención. Si es necesario, apela a los más bajos instintos y a las emociones para hacernos reaccionar, con contenidos provocadores y controversiales, que nos incendian y polarizan. Amplifican lo peor de los seres humanos.

Dos billones de personas terminamos siendo protagonistas de los Juegos del Hambre, esa saga que simula a los Dioses del Olimpo jugando con seres humanos. En este caso, son grandes empresas de tecnología que utilizan la información que hemos consentido darles, para hacerse billonarios. Que se forren en plata es lo de menos, lo grave es, que a través de sus plataformas y algoritmos hacen el bien pero también hacen mucho mal. La única amenaza no es el coronavirus. Hay otro que ya es igual o más peligroso: el algoritvirus.

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