Columnista
Solo quien tiene hijos entiende…
Cuando corremos demasiado, solemos soltar a quienes nos sostuvieron siempre.
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14 de dic de 2025, 12:36 a. m.
Actualizado el 14 de dic de 2025, 12:36 a. m.
En esa mirada recurrente de fin de año a las películas de Navidad, encontré una comedia con una profunda realidad de fondo: ‘La familia tiene un precio’. En ella, Anna y Carlo, una pareja italiana, ve cómo Emilio y Alessandra, sus hijos adultos, se alejan de sus vidas, tras independizarse del nido; la hija evita contestarle a la mamá sus llamadas, y el hijo circunscribe la relación a encuentros instantáneos en una cafetería, para entregarle a sus padres la ropa sucia y recibir las camisas limpias y planchadas, listas para ir a trabajar.
En vísperas de la Nochebuena, cuando por fin Anna y Carlo creen que se sentarán de nuevo con sus hijos a la mesa, reciben la noticia de que Alessandra se irá a París con su novio, y que Emilio, decide no ir a la cena familiar. En una acción desesperada, el padre y la madre inventan que recibieron una herencia millonaria de una tía fallecida, a cuyo velorio tampoco asistieron sus hijos. La abuela, cínica y desparpajada, acompaña la mentira, que poco a poco se vuelve tan grande, que pone en apuros a los padres para sostenerla, y demuestra el interés desmedido de los hijos por el supuesto dinero que puede cambiarles la vida.
Para no continuar revelando la película, que es una adaptación del filme francés traducido como ‘Mis queridísimos hijos’, voy a la esencia de lo que hay tras ella. A menudo, olvidamos de dónde venimos, y los afanes del día a día nos llevan a justificar los desapegos y alejamientos que nunca debieron existir. Terminamos escribiendo una historia de afanes y mensajes que cumplen pero que al final solo demuestran cuán distantes estamos del origen. Olvidamos la llamada, el saludo, la respuesta, más que el emoticón, en WhatsApp, o la pregunta básica de ¿Cómo estás?
Cuando corremos demasiado, solemos soltar a quienes nos sostuvieron siempre. La Navidad tiene esa manera tan suya de ponernos frente al espejo. Nos muestra lo que fuimos, lo que somos y lo que hemos dejado atrás sin darnos cuenta, no para señalarnos, sino para recordarnos lo fundamental: el cariño necesita presencia.
En la tristeza de ver a su mamá ‘luchando contra un cáncer que no se puede curar’, el gran Rubén Blades nos recordó en Amor y Control que “solo quien tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás. Que el amor de padre y madre no se cansa de entregar. Que deseamos para ustedes, lo que nunca hemos tenido y que a pesar de los problemas familia es familia y cariño es cariño”.
En la simpleza y a la vez trascendencia de ambos mensajes, la película y la canción, se resumen aquellas pequeñas cosas que le dan sentido a todo. Más que un reproche, es un susurro que nos habla al corazón. Un recordatorio de que aún estamos a tiempo de agradecer, de reparar ausencias, de compartir.
Porque el valor de la unión familiar nunca fue el dinero, las herencias, ni los regalos envueltos. El precio real es el amor, incluso cuando ya no sabemos muy bien cómo manifestarlo.
Al final, entre todas las luces de diciembre, hay una que nunca se apaga: la de quienes nos esperan, sin reproches, con amor silencioso, con la mesa tendida, con el abrazo sincero, con la bendición y el beso en la frente. Porque la familia sí tiene un precio: estar, siempre estar, o en ocasiones, antes que sea muy tarde, volver. @pagope

Comunicadora Social - Periodista y Docente de la Universidad Autónoma de Occidente. Caleñísima. Con 26 años de experiencia en una sala de redacción. Entiende el periodismo como una pasión, pero sobre todo, como una manera de transformar y servir a la sociedad. Ciudad, paz, género y niñez, los temas que le apasionan.
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