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Se encienden las luces

Cuando el ser humano cae en las tinieblas del alma, busca alguna luz interior que lo saque de ese túnel oscuro.

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Aura Lucía Mera
Aura Lucía Mera | Foto: El País.

2 de dic de 2025, 02:42 a. m.

Actualizado el 2 de dic de 2025, 02:42 a. m.

Desde anoche lunes, árboles, balcones y terrazas empiezan a iluminarse. Lucecitas de colores lanzan chispas. Prefiero las doradas; me remontan a mi infancia, a los cuentos de hadas.

Siempre en medio de la noche una lucecita guiaba los niños perdidos a sus casas. Donde haya una luz, por tenue que sea, hay una esperanza.

Cuando el ser humano cae en las tinieblas del alma, busca alguna luz interior que lo saque de ese túnel oscuro.

Los que han estado ‘oficialmente’ muertos y regresan siempre han dicho que ven una luz blanca.

Cuando abrimos los ojos después de la anestesia, lo primero que vemos son las luces blancas de las salas de cirugía.

La luz del sol permite que vivamos en este planeta azul.

Cuando la luna resplandece y la miramos, sentimos una paz espiritual que nos invade.

Una noche estrellada repleta de lucecitas infinitas estremece el alma.

Las luces de los automóviles nos permiten guiarnos cuando la niebla espesa opaca el camino.

Cuando un bebé nace, se dice “la madre dio a luz”.

La luz de los faros impide que los barcos naufraguen durante las tormentas.

Los buzos se adentran en las profundidades oscuras del océano con una linterna que ilumina su camino.

Para entrar a las cuevas misteriosas y hondas de la tierra, llevamos siempre una lámpara.

Jesús dijo: “No escondáis las velas debajo del celemín…”.

El mismo Creador lo primero que dijo fue “Hágase la luz”.

La lista es inacabable. Sin luz no hay vida posible, por eso se afirma que el infierno es el reino de las tinieblas.

De pequeña estuve convencida de que la ciudad se llenaba de velitas en mi honor, porque era mi cumpleaños. Creo que ese pequeño detalle luminoso fue la base de mi modo de ver la vida, siempre poniéndole fantasía a todo. Como la niña del famoso cuento Antoñita la Fantástica.

Y esto me ha permitido sobreaguar muchos momentos oscuros. No tomarme muy en serio. No perder el sentido del humor, tener una forma muy peculiar, por decirlo así, de ver y vivir el día a día, el instante a plenitud como los gatos que siempre están concentrados en el acto, si están comiendo, pues no están mirando de reojo al ratón…

Recuerdo en la infancia, cuando mi mamá, en un ataque de rabia o angustia, salió de la casona dando un portazo, gritando que se iba a tirar al río Cali. Mi hermana menor salió llorando detrás de ella; yo me recosté en la cama imaginándome que ese río la llevaría al Cauca, el Cauca al Magdalena y el Magdalena al mar; sentí una mezcla de paz y envidia… Yo también quería ir al mar. Naturalmente, ella regresó a la casa con mi hermana y no sucedió ese viaje imaginario.

Cuando leo, estoy metida en ese mundo, lo siento propio. Si veo alguna serie de Netflix, me cuesta trabajo salir a la realidad y apagar la pantalla. Me encanta mi vida llena de fragmentos; así jamás me “siento en el inodoro de la compasión a rumiar desgracias…”. Sigo caminando hasta que llegue el final y me vaya con la luz a otra parte. No creo en la oscuridad total.

Periodista. Directora de Colcultura y autora de dos libros. Escribe para El País desde 1964 no sólo como columnista, también es colaboradora esporádica con reportajes, crónicas.

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