El pais
SUSCRÍBETE
Jotamario Arbeláez

Opinión

Leer lo ya leído

Desde niño he preferido un libro a un pastel, sin desconocer que haya autores tan almibarados como indigestos.

5 de septiembre de 2023 Por: Jotamario Arbeláez

El virus de la lectura entra por los ojos y conduce al optómetra. Las lentes y las nubes suelen ser el distintivo temprano del buen lector. Pero en nada se pueden emplear mejor los ojos que en trabajar un buen libro, luego de la adoración del cubismo y el cara y sello de la amada. Desde niño he preferido un libro a un pastel, sin desconocer que haya autores tan almibarados como indigestos. No recuerdo en mi vida alfabeta haber pasado una sola hora de soledad o desocupación sin leer. Adoro las vallas publicitarias porque le ponen pies de imprenta al paisaje.

Si estoy parado en un sitio donde mis ojos no tienen a su alcance nada que leer, me caigo. Envidio a esos justos que mueren leyendo así sea la Biblia. He leído caminando kilómetros de calles populosas como cura con su breviario, en trenes atestados a Dostoievski entre olores de sobaquina, a la orilla del mar desdeñando un horizonte de nalgas, en Boeings transcontinentales con toda fruición me he zampado Mahabaratas.

En un principio me leí toda la colección de Selecciones y una enciclopedia en 12 tomos que compró mi papá por cuotas. Vargas Vila me desfloró y desde entonces me fui detrás de los hombres de letras. No soltaba a un autor hasta haber agotado sus obras completas, incluidas sus cartas, registros de hotel y recibos de lavandería. Y no solo al autor, sino todo cuanto acerca de él se había escrito. Y los libros y autores que había leído. Eso daba a un laberinto de lecturas con crecimiento geométrico. Libros en rústica, de segunda y en pésimas traducciones eran manjar a mis ojos, que costeaba con todo lo ahorrado de transportes y merienda. Acúsome, de que alguna vez robé libros, pero eso fue hace años y en la librería Buchholz.

Más que por las mujeres que no conseguí sufrí por los libros que no leí. Esos burgueses de pasta fina, tan inalcanzables que me hacían sentir como Luis Enrique el plebeyo. Tiempo después tuve dinero de sobra para adquirirlos. Todos los días compraba por lo menos tres tomos de esos toda la vida deseados y los llevaba excitadísimo a la garçonnière, pero ya no para leerlos sino para ponerlos en su sitio, en su silla, acariciarlos, mientras tomaba un té acompasado con Berlioz, y antes de dormir colocarlos con toda suavidad bajo mi cobija de plumas angelicales para integrarme a ellos por el sibaritismo orgiástico de la ósmosis. Cuando la Feria del Libro no daba para levante.

Desde niño he preferido un libro a un pastel, sin desconocer que haya autores tan almibarados como indigestos. Pero los libros comenzaron a ascender escandalosamente de precio dejándome atrás en mi capacidad adquisitiva, a mí, todo un alpinista. Ya no me podía dar el lujo de comer, beber, esnifar tirar y leer. Para mantener esta última aberración, con lo primero que corté fue con la perica, a pesar de su razonable importe. Después me disminuí en los licores, de whisky pasé a tres esquinas y del champán a la “pola”. Y así hasta abandonar el alcohol ante el pavor y pasmo de mis amigotes, alegando prescripción médica en vista de un conato de gota.

Las tres comidas han quedado reducidas a una, por cierto bien balanceada según el método Fonda, con arepa doble. Las abundosas mujeres han ido auxiliándose del llavero y he quedado reducido en esas lides de faldas a una mínima expresión: la cerogamia. Y ante los precios astronómicos de la literatura importada, ha llegado el momento de ponerles coto a las lecturas de moda.

Cancelada la suscripción de Playboy y de El Paseante, me consuelo con Pimienta y El Malpensante. Y aparte del ejemplar de cortesía del periódico, me he resignado a leer los libros de mi biblioteca, y confieso con sorpresa que no están tan malos. Cuando los termine, empezaré a disfrutar ese gran placer que recomendaban García Márquez y Mutis llamado la relectura. Seré feliz con mi esposa. Aspiraré el aire del campo. Llevaré a los niños a Disney World. Ingresaré a una secta budista. Y entre los libros y yo toda relación habrá terminado.

AHORA EN Columnistas

Columnistas

Oasis

Hugo Armando Márquez

Columnistas

De rodillas