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Honduras 2025: cuando perder vuelve a llamarse fraude

La historia moderna deja una lección incómoda: los regímenes no empiezan a parecer autoritarios cuando manipulan elecciones, sino cuando pierden la capacidad de perderlas.

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David Rosenthal
David Rosenthal. Columnista | Foto: El País

11 de dic de 2025, 03:41 a. m.

Actualizado el 11 de dic de 2025, 03:41 a. m.

En América Latina las elecciones se celebran solo cuando confirman al poder; cuando lo cuestionan, se convierten en sospecha. Honduras atraviesa hoy una coyuntura donde el problema no es técnico ni circunstancial, sino estructural: la persistente dificultad de ciertos proyectos ideológicos para aceptar que el poder, incluso el propio, es esencialmente transitorio y reversible.

El proceso electoral hondureño ha sido imperfecto, como casi todos en democracias institucionalmente frágiles. Retrasos en el conteo, actas bajo revisión y disputas jurídicas forman parte del paisaje regional. Sin embargo, antes incluso de conocerse un resultado definitivo, el relato ya estaba preparado: si el oficialismo no ganaba, la explicación no podía ser electoral, debía ser conspirativa. Y, una vez más, esa conspiración debía venir de afuera.

Donald Trump fue rápidamente instalado en el centro de esa narrativa. Conviene distinguir, sin estridencias, entre injerencia e interés. El interés de Trump —y, en términos más amplios, de Estados Unidos— en Honduras no responde a impulsos ideológicos, sino a una lógica estratégica sostenida por décadas: migración, narcotráfico, seguridad regional y contención de regímenes autoritarios. Honduras no es un símbolo moral; es un nodo geopolítico relevante. Defender su estabilidad institucional no es una excentricidad, sino continuidad histórica de la política hemisférica.

Lo que realmente incomoda a la izquierda regional no es la presencia de Washington, sino la pérdida de control del relato. Manuel Zelaya continúa siendo presentado como figura redentora del progresismo centroamericano, pese a encarnar una práctica política largamente conocida en la región: personalismo, captura del Estado y corrupción tolerada en nombre de causas supuestamente superiores. No se trata de una caricatura ideológica, sino de una trayectoria documentada que debilitó la institucionalidad hondureña mucho antes de esta elección.

A este cuadro se suma el interés evidente del chavismo. Nicolás Maduro observa con atención el desenlace hondureño no por afinidad democrática, sino por cálculo político. La expansión de gobiernos ideológicamente alineados le permitiría atenuar su aislamiento internacional y construir un perímetro mínimo de legitimidad regional. En ese tablero, cualquier resultado que no se amolde a ese objetivo es rápidamente deslegitimado.

También ha sido presentada como escándalo absoluto la decisión de Trump de indultar al expresidente Juan Orlando Hernández. La indignación selectiva suele omitir que la política internacional no se rige por impulsos morales, sino por equilibrios de poder. El indulto puede discutirse, pero responde a una lógica clara: cerrar ciclos de instrumentalización judicial utilizados más como herramientas de demolición política que como mecanismos de reconstrucción institucional. En América Latina, la justicia convertida en arma ha causado tanto daño como la impunidad que dice combatir.

Lo inquietante es que este patrón no se limita a Honduras. En Colombia comienzan a aparecer señales inquietantemente familiares. Una izquierda encabezada por figuras como Iván Cepeda y un Gustavo Petro decidido a hacer todo lo posible, legal, retórico o interpretativamente creativo, para prolongar su proyecto, reproduce los mismos gestos: presión simbólica sobre las instituciones, sospecha preventiva frente a la alternancia y una narrativa permanente de amenaza.

La historia contemporánea ofrece advertencias claras. Así comenzó la Venezuela de comienzos de siglo: desacreditando árbitros, anticipando conspiraciones y transformando la derrota electoral en traición. La historia moderna deja una lección incómoda: los regímenes no empiezan a parecer autoritarios cuando manipulan elecciones, sino cuando pierden la capacidad de perderlas. Primero se desacredita al árbitro, luego al resultado y, finalmente, a la alternancia misma. Honduras enfrenta hoy esa prueba silenciosa. El desenlace no dependerá de quién gane, sino de quién esté dispuesto a reconocer que el poder no es un derecho adquirido, sino una concesión revocable. Las democracias no colapsan de golpe: se vacían lentamente, hasta que solo queda el ritual.

X: @rosenthaaldavid

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