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Cali recuerda al 'jefe del barrio Obrero' Daniel Santos, homenaje a El inquieto Anacobero

Dos décadas después de la muerte de Daniel Santos, Cali tiene sobrados motivos para seguirlo recordando: dos hijos que dejó en esta ciudad, un barrio popular que lo baila con devoción y miles de devotos de su iglesia de guarachas y boleros.

17 de diciembre de 2012 Por: Lucy Lorena Libreros Periodista de GACETA

Dos décadas después de la muerte de Daniel Santos, Cali tiene sobrados motivos para seguirlo recordando: dos hijos que dejó en esta ciudad, un barrio popular que lo baila con devoción y miles de devotos de su iglesia de guarachas y boleros.

El tipo que mira desde la carátula de este ‘long play’ tiene cejas pobladas y ojos almendrados. Bigotico delgado, bien cuidado y negrísimo; rizos caribes y expresión de galán. Se llama Daniel Santos. Usted ya sabe: El Jefe, El Inquieto Anacobero. Haga memoria: años 50... De las cantinas sórdidas de la Octava y de la 15, en el pleno centro, salía el trueno de la música de la Sonora Matancera. Daniel Santos cantaba y daba la impresión de que guardaba un sol en la garganta; de que a su lado los instrumentos que marcaban la melodía sonaban desafinados y distraídos. Las canciones se le caían de los labios y rodaban entre los bailarines: “Vive como yo vivo si quieres ser bohemio, de barra en barra, de trago en trago”... ¡Qué cosas tiene la vida, caballero! Lo recuerda con acierto Raúl Ospino. Tiene 77 años, seis hijos, un perro ciego, media vida encima de boleros y guarachas y un bastón para disimular la incertidumbre de sus pasos. Es jueves, es de mañana y el hombre, en nombre de la nostalgia de El Jefe, que murió hace ya 20 años, quiere empujarse un traguito. Está sentado en una banca sucia del parque del barrio Obrero. Raúl es el dueño de este ‘LP’ en el que Santos asoma su fina estampa en tono sepia. Es uno de los casi 120 discos de acetato del artista puertorriqueño que Raúl Ospino apiña en su casa. Este es especial: fue grabado en Nueva York en 1941 con el cuarteto original de Pedro Flores (nada menos que el culpable de descubrirlo para la música) y está sellado a un costado con unas líneas dibujadas de prisa y con caligrafía descuidada: es la firma que Daniel Santos le regaló a la salida de la Caseta Panamericana. Cómo olvidarlo: Raúl llevaba meses detrás de la bella y retrechera Patricia, una trigueña de cintura estrecha y ojos negros y crueles. La buscaba a la salida de su trabajo en Adpostal y ella enfurecía. Le enviaba rosas que ella devolvía el mismo día. El asunto cambió cuando Raúl descubrió que Patricia amaba la música de Daniel Santos. Entonces él cambió las flores por LP. Y ella, malquerencia por sonrisas. Ambos salieron de la duda con un beso mientras Santos cantaba en la caseta aquella noche. Fue ella la mujer que le dio a Raúl sus seis hijos.“Y eso que El Jefe le cantaba más al desamor que al amor —reflexiona Raúl—. Pero era un ídolo de la barriada en Cali, sobre todo acá, en el Obrero. Muchas de las veces en que vino para presentaciones lo veías en el día conversar con la gente, con el pueblo, por eso se le quiere tanto”.Es el mismo recuerdo que habita en el corazón rumbero de Manolo Vergara, un economista en uso de buen retiro que hace 7 años fundó en el parque del tradicional barrio Alameda El Habanero, un espacio para bohemios insobornables como él. En este lugar no hay noche de viernes en la que no suenen esas canciones de amores mal resueltos que invocaba la voz de Santos. Esos boleros, como ‘Linda’, con los que El Anacobero ayudaba a descargar el corazón de los enamorados de tantas palabras de amor que siempre había por decir: “Yo no he querido ni podré querer a nadie con tan loco frenesí”... Manolo —que presenció uno de los últimos conciertos de Daniel Santos en la discoteca 30 / 30 de Nueva York en los 90— está seguro de que la especial conexión que creó Santos con Cali se debe a que el hijo de Santurce, Puerto Rico, sencillamente hizo de su arte rebeldía.El loco Daniel Doroteo de los Santos Betancourt fue para esta Sultana pachanguera mucho más que una de las voces que iluminó el firmamento de estrellas de la legendaria Sonora Matancera, entre los años 50 y 70, junto a Celia Cruz, Leo Marini, Miguel de Gonzalo, Bienvenido Granda o Bobby Capó. “Era un hombre que, ante todo, expresaba irreverencia. A él se le perdonaban todos sus excesos, —piensa Manolo—: que fuera mujeriego, que tomara trago, que fumara vicio. De alguna forma, era un personaje casi ‘lumpesco’; por eso caló tanto en el alma de la Cali más popular”. La gente de los barrios lo sentía como un vecino más. Era una especie de antihéroe con un tremendo poder de seducción gracias a su voz. “Lo que pasa es que él impuso un estilo para cantar. Rompió con la manera en que lo hacían los otros artistas de su generación. Y no sólo cantaba, componía. Por eso casi todos sus temas fueron éxito en Cali; y eso que él interpretó más de tres mil. Por supuesto, había clásicos: ‘En el juego de la vida’ , ‘Virgen de media noche’, ‘Vive la vida como yo’, ‘Linda’, ‘La despedida’, ‘Margie’...” Lo cierto es que El Jefe llegó a la Sonora Matancera en 1948. Y desde entonces la guaracha, uno de los géneros tutelares de la orquesta, se convirtió en el corazón que hacía palpitar la rumba de barrios como el Obrero y San Nicolás y sectores como la Loma de la Cruz.Eran los días en que la música antillana llegaba comprimida —primero en discos de 78 y después de 45 revoluciones— en grandes buques al puerto de Buenaventura, para después de un largo viaje en el Ferrocarril del Pacífico, terminar en ‘griles’ y tiendas especializadas de música del centro. Fue el génesis de la Cali rumbera: la que unos pocos años después bailaría en Aretama, en El Infierno, en Agapito, en el Tíbiri Tábara, en el famoso Chorrito Musical del Pastuso Burbano y en La Habana de Servio Tulio Erazo. Los caleños de entonces repartían sus afectos musicales sobre la pista en un duelo entre la guaracha, el guaguancó y el cha cha chá de un lado, mientras del otro estaban los sonidos tropicales de Lucho Bermúdez y Pacho Galán. A muchos les daba la impresión de que la Sonora Matancera ganaba la partida. Es probable: al fin de cuentas, la orquesta había roto ese esquema de hacer música antillana a base tríos y cuartetos, que por mucho tiempo dominó los escenarios de Cuba y Puerto Rico. “La Sonora puso a mandar a las trompetas, su sello inconfundible estaba en los vientos”, dice Manolo Vergara, que atesora en ‘El habanero’ más de mil discos de esta agrupación.Remembranzas caleñas de 'El Patrón'Jorge Tello era un joven flaco de 16 años que se escapaba hasta ‘El Chorrito Musical’ en el Obrero y ‘El osito Musical’ en el barrio Panamericano persiguiendo esa “voz única y original” de Daniel Santos.Esa voz —confiesa— que varios artistas de su época trataron de imitar, entre ellos un caleño que hizo historia: Tito Cortés. Pero la suerte estaba echada: no era solo un asunto de la forma en que cantaba Daniel Santos, lo era también el poder de sus letras: “De El Jefe se dicen muchas cosas, que fue mujeriego y que llevaba una vida desordenada. Pero yo prefiero recordar el mensaje político de muchas de sus canciones en las que defendía la libertad de los puertorriqueños que han vivido a la sombra de Estados Unidos y la causa de la revolución de Fidel en La Habana”.Se refiere a ‘Sierra Maestra’ . También a ‘La despedida’ , himno de los chicos que debían empuñar fusiles ajenos: “Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra, y aunque vaya a pelear en otras tierras, voy a salvar mi derecho, mi patria y mi fe”... Ese mensaje nacionalista —dice Jorge— afianzó su imagen de ídolo.De ídolo y de Galán. Lo cree Nancy Perafán, una rumbera de quilates que justamente hace un par de semanas llegó puntual a las puertas de El Anacobero, templo de la guaracha en Cali que tiene su sede gozona en el barrio Guayaquil y que, claro, tomó prestado su nombre del apelativo que se ganó Daniel Santos en sus inicios musicales en Cuba y que lo acompañaría para siempre. Junto a ella, casi un centenar de caleños se dio cita para conmemorar 20 años de la muerte de El Jefe, ocurrida en La Florida, un viernes 27 de noviembre de 1992, a las 2:30 de la tarde. “A Danielito lo vi por primera vez durante una presentación suya en Cartago”. Eran los 70. La escena se repetiría, muchos años más tarde, en una caseta de feria en Cali; “Daniel conservaba su voz intacta a pesar los excesos, pero al cantar ya se olvidaba la letra y lloraba; el tiempo lo había vuelto sentimental, sobre todo con los boleros”. El viejo Raúl Ospino, sentado aún en la banca del parque, dice que la culpa de todo, de la ruina y el ocaso que vivió su ídolo al final de sus días, la tienen las mujeres. La culpa es de esos amores de emergencia que vivió por todo el continente. Porque si Daniel Santos cantaba en medio de lágrimas era porque con esos boleros, seguro, recordaba a esa mujer que amó con doce nombres distintos: doce fueron las veces en que ‘El jefe’ se casó.A la hora de desnudarse, Santos no conocía reglas estrictas y sus amantes quedaban señaladas para siempre con una cruz de ceniza. No ocurría lo mismo a la hora de vestirse. Nancy, de hecho, lo recuerda siempre impecable sobre el escenario. “Era un hombre bello, muy bello, por eso tuvo tantas mujeres”. Una de ellas fue una caleña. Nancy, que la vio de cerca esa noche en Cartago, la describe muy joven, de cara hermosa y peinado estilo Mia Farrow, a la que el cantante casi doblaba en edad. El escritor Umberto Valverde revive el episodio: la muchacha en cuestión se llamaba Luz Dary Padredín y era una adolescente de 13 años (con cuerpo de 18) que bailaba en la caseta Matecaña cuando conoció a El Jefe en Cali. El romance quedó registrado en las páginas de la desaparecida revista Antena, en las que ella le confesó al periodista Henry Holguín que todo empezó cuando se acercó a Daniel Santos con la excusa de una foto. Al día siguiente, el artista la mandó a buscar con una nota que decía: “Le ruego el favor de llamarme hoy a las 8:00 para que tomemos una copa y charlemos”.Luz Dary llamó. El Jefe se enamoró y de seis años de matrimonio quedaron dos hijos: Daniel y Danilú. Una breve historia de amor que se parece mucho a uno de sus boleros: “Y le pedí a Dios que nunca llore, que recuerde por siempre mis amores, que yo de ella nunca me olvidaré”... ¡Qué cosas tiene la vida, caballero!

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