Albalucía Ángel, invitada especial al Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo
Ángel es autora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, una de las novelas cardinales de la literatura histórica en Colombia.
Ángel es autora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, una de las novelas cardinales de la literatura histórica en Colombia.
Un jurado de cinco hombres le otorgó el premio. Era 1975 y pocos los nombres femeninos que para entonces se enumeraban en las letras de Colombia. El de ella, Albalucía Ángel, estaba en la lista.
Ese galardón era el Premio Bienal de Novela Colombiana y se entregó en Cali. Lo había obtenido con Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón, novela de gran factura que, sin embargo, en este país de cánones inamovibles, casi siempre masculinos, ha sido poco estudiada y recordada en los colegios.
Pero vale la pena asomarse a estas páginas bautizadas por Álvaro Mutis, uno de los jurados, como un texto fundamental de la violencia del país.
Lo que nos narran es la vida de Ana, una niñita fuertemente marcada por dos décadas de historia, desde 1948 hasta 1967. Arranca con el asesinato de Gaitán, hecho que se narra de manera literal, difuminando con acierto la delgada línea que divide la ficción de lo real en la novela histórica. Lo hace en la voz de varios protagonistas, Joaquín Estrada Monsalve, Carlos Lleras Restrepo y Berta Hernández de Ospina.
En este extraño juego, el de una novela que ha bebido tozudamente de la realidad para ser contada, la historia de Ana nos muestra además una declaración de Teófilo Rojas, alias Chispas, guerrillero de los 60. La historia de los Araque, fundadores de Pereira, y su lugar en la colonización antioqueña. El golpe militar de Rojas Pinilla. La matanza estudiantil de junio de 1954 en Bogotá, a manos del Batallón Colombia, recién llegado de la Guerra de Corea. La muerte del Che, en octubre de 1967. Todo narrado con desenfado, con frescura y con hondura. Como lo hacen los grandes.
Eso es justamente lo que valora Águeda Pizarro, directora del encuentro y del Museo Rayo. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, dice, se construyó con documentos verídicos, entrevistas y periódicos que se intercalaron a la narrativa. Y destaca que esto se mezcló con lo mejor de la poesía de su autora y el testimonio de ministros, presidentes, hombres y mujeres comunes y corrientes, damas de sociedad e incluso pájaros, hasta lograr uno de los testimonios más valientes en la historia de la literatura latinoamericana.
Pero su vida en las letras había comenzado mucho antes de 1975. Fue en Europa a donde viajó para aprender sobre cine tras varios años dedicados a estudiar literatura, primero en la Universidad de Los Andes y luego en La Sorbona.
Con la consigna clara de alejarse literariamente del Realismo Mágico, ese pesado sello del Boom, y de explorar caminos distintos a los de la poesía, fue por esos años que R.H Moreno-Durán la llamó la única flor femenina del capítulo colombiano en Barcelona.
Además de su novela sobre el periodo de La Violencia, le dio vida a Dos veces Alicia, Los girasoles en invierno (que recibió mención en el Concurso Esso de Literatura en 1966) y Misiá señora. Esta última, junto a Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón son sus obras más importantes. Así lo apunta Carmiña Navia Velasco, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Son dos novelas que revisitan la historia colombiana del Siglo XX, con una clara conciencia de género. Obras de significativa trascendencia que han sido estudiadas en la academia anglosajona especialmente.
Fue ese el epílogo de una vida de letras alimentada por felices coincidencias. A los 19 años, Albalucía conoció La Cueva, en donde mostró sus primeros textos. Entré a La Cueva invisible, y así salí, confiesa. Álvaro Cepeda fue su primer lector. Él la animó a cultivar el cuento, a olvidarse de los versos y a leer La casa grande: Fue la primera vez que tuve el manuscrito de un escritor, recuerda.
Tiempo más tarde tropezaría con Gonzalo Arango, en Bogotá, por la época en que estudiaba Historia del Arte en los Andes y viajó con la crítica argentina Marta Traba a Estados Unidos a visitar museos, junto a otros estudiantes.
Después decidió marcharse a Europa. Huir de lo convencional que resultaba su natal Pereira, y un país pacato y conservador. Ella tenía alma de andariega y con su mochila de trotamundos cruzó el Atlántico, donde llegó a ganarse la vida cantando música de protesta en bares y balnearios con una guitarra japonesa que su amigo Luis Moreno le había comprado en una prendería. Si me hubiera quedado en Pereira habría terminado en el río Otún con una piedra en el cuello, a lo Virginia Woolf.
La buena noticia es que no solo se marchó sino que aún conserva mucho de esa Albalucía de juventud. Esa desvirolada de Pereira, como le decían antes de su partida.