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Karen  Viviana Guerrero (en el centro) le hace honor a su apellido. Es caleña, tiene 39 y años y durante la pandemia a alcanzado a repartir hasta 1400 almuerzos en una jornada. | Foto: Fotos: Bernardo Peña - El País

ALIMENTOS

Pan para el alma: la fórmula para atacar el hambre en Cali en medio de la pandemia

Karen Guerrero inició hace tres años apoyando con almuerzos a un grupo de niños en “la calle del humo”. Hoy su ayuda se extiende por gran parte de la Comuna 21.

25 de octubre de 2020 Por: Redacción de El País

Es sábado y son las 11 de la mañana. Dilan, de cinco años de edad, camina sin zapatos por una de las calles de Villa Mercado (antes llamada Villa Moscas), un sector de invasión en el barrio Potrero Grande, en el oriente de Cali.

Llovió, así que sus pies tienen una capa de barro que se seca sobre la piel canela. Camina de un lado a otro, con otras decenas de chicos más pequeños y más grandes que él, llevando en la mano un plato de plástico vacío que de vez en cuando convierte en tambor, al hacerlo sonar con una cuchara de metal. 

Es una especie de concierto desordenado de utensilios de cocina, cocas y ollas pequeñas, una extraña melodía que de pronto adquiere orden cuando una mujer bajita, de voz potente y sonrisa amplia sale de una de las casas y grita: “Bueno, muchachos, una fila acá, ¡el almuerzo está listo!”.

Mal contados puede haber hasta 400 niños, algunos adultos mayores y mamás con bebés en brazos. Han pasado gran parte de la mañana revoloteando alrededor de la cuadra donde está el improvisado fogón de leña y la inmensa olla donde se cocina el pollo adobado.

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El momento de la repartición es una locura que se hace llevadera por la alegría de todo el que sale con su plato humeante de arroz caliente y el guisado de pollo encima. Reclaman también la aguadepanela con limón y se sientan en algún lado, como Dilan, quien pesca con picardía las salchichas en su plato e intenta hacer lo mismo con las de su primo, con la presunción de que “a él no le gustan”.

Ahora en pandemia la metodología ha cambiado un poco y esta misma espera, con tambores incluidos, se hace desde las puertas de las casas del barrio, desde el andén.

La directora de orquesta de esta sinfonía para el paladar se llama Karen Guerrero, una catequista de la parroquia la Medalla Milagrosa, en la Comuna 21, a la que todos llaman “profe” y a quien le pagan con besos y abrazos por los 400 almuerzos.

Tener un comedor móvil de calidad para preparar los alimentos, con sus elementos de cocina, fogones y demás es el sueño de Karen. Ella no duda que se cumplirá.

La multiplicación de los panes y los peces

La ‘almuerzatón’, como ella la llama, arrancó hace unos tres años con un grupo de niños a los que preparaba para la primera comunión en la que se conoce como “la calle del humo”.  Los muchachos, si llegaban, lo hacían descalzos, por ratos cortos, desconcentrados. Justo cuando Karen empezó a preguntarse qué pasaba y cómo hacía para que el grupo se le mantuviera en pie, los niños le dieron la clave: “Profe, ¿a qué horas nos va a dar algo de comer?”.

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“Nada qué hacer: tenía $11.000 en el bolsillo y con eso compré pan y gaseosa. A la catequesis siguiente ya eran un montón de pelados, sentados, juiciosos y esperándome, porque yo era ‘la profe que daba comida’, así que ya se imaginarán en lo que me metí”, dice con risa y poniéndose la mano en la frente.

“Dios mío ¿y de dónde saco comida para tantos?”, pensó. Pida, fue lo que escuchó su corazón. Y así lo hizo. Vecinos, conocidos, amigos y comerciantes le empezaron a aportar y pronto le dio vida a la “desayunatón” de todos los sábados.

1400 almuerzos ha alcanzado a repartir durante un día
Karen Guerrero.

“La Policía fue mi gran aliada desde el comienzo para conseguir donaciones, para entrar a los barrios, para mover la solidaridad. Yo los amo y les agradezco ese acompañamiento, porque esta vaina se creció de tal manera que ya solita no la podía controlar”, cuenta.

De desayunos luego pasó a almuerzos, que rotan cada semana por distintas calles de la Comuna 21 y que ahora cuentan con donantes fijos de pollo, salchichas, arroz y demás, que ella ha ido “reclutando” en algunos grupos de la iglesia donde cuenta la historia. No obstante, siempre son bien recibidas nuevas ayudas, porque pasa como en la mañana del sábado en que Dilan esperaba por su almuerzo.
Esa vez apareció una líder comunitaria de otro barrio, traída por el rumor de almuerzos gratis para niños.

“¿Usted es  Karen? Vea, la vengo buscando hace días. Allá donde yo vivo hay un poco de niños y nos gustaría que llegara esto… dígame qué tengo qué hacer”.

Karen se rasca la cabeza y le pregunta que si tienen comedor comunitario. Ese es el arranque, donde está la olla grande y donde llegan las mamás voluntarias que cocinan, allí puede nacer la “almuerzatón”.

“Apunte mis datos, allá llegaremos”, le responde y como sabe que la pregunta que sigue es ¿de dónde va a sacar la comida?, ella adelanta la respuesta: “Me la levanto porque me la levanto”.

El hambre

Karen Viviana Guerrero le hace honor a su apellido. Es caleña, tiene 39 años y un hijo de diez años que es su adoración, Juan José. Allí donde la ven, moviéndose alegre y rápida de un lado a otro, conoce con todas sus letras lo que es tener hambre.

Tenía nueve años cuando ella, su madre y sus siete hermanos fueron echados a la calle por no poder pagar la pieza del inquilinato. En ese entonces vivían en Bogotá y vagaron por días hasta llegar al puente de la 86, que se convirtió en su hogar durante algún tiempo. Su mamá armó el cambuche al lado de un tarro de basura y allí conoció el rostro de la miseria real, del hambre real. La historia de Karen Guerrero con todo lo que pasó en su vida después habitar debajo del puente da para escribir un libro, pero son páginas que, afirma, serán compartidas en otro momento.

En Villa Mercedes, si bien hay niños que esperan con ansiedad este almuerzo “porque tiene pollo y es gratis”, como lo dijo uno de los comensales del sábado de este relato, no se trata solo de pan para el cuerpo. El pan para el alma, dice Karen, también está presente en esta jornada.

Muchos de los niños que llegan con su plato arriban también con una situación a cuestas que pesa más que la propia fatiga. De ese compartir entorno a la comida nacen charlas con las familias sobre la crianza y se detectan casos maltrato sobre los que busca influir de manera positiva.  Se regalan montones de abrazos, se sale con la tarea de buscar una silla de ruedas para alguien que la necesita, se da espacio a la fe.

Algunas personas de la comunidad, además, aportan el día del almuerzo su energía haciendo dinámicas con los niños, jugando con ellos en la calle mientras esperan su ración.

Ahora, con coronavirus a bordo, el hambre ha sido más dura, pero los milagros más patentes. Han tenido recorridos de hasta 1.400 raciones de comida.

La “almuerzatón” itinerante en las calles del oriente de Cali es de esas cosas mágicas que ocurren, porque alguien quiso mejorar el día de otra persona aún sin tener nada y simplemente se dispuso a hacerlo. Los medios para lograrlo fueron llegando mucho después.

Alguien sabio dijo que si esperas ser millonario para hacer algo por los demás, esa será la excusa perfecta para nunca hacer nada.

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