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Padre Pal Ezio Guadalupe Roattino, sacerdote en Toribío, Cauca. | Foto: Jaír F. Coll / Especial para El País

CAUCA

Ezio, el misionero italiano que traduce la Biblia a la lengua indígena de Toribío, Cauca

El padre Ezio nació en Italia en 1936, sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y al conflicto armado del Cauca. Desde 1982 es el párroco y guía espiritual de Toribío. Y desde entonces, el traductor de la Biblia a la lengua indígena Nasa Yuwee.

22 de octubre de 2018 Por: Valentina Parada Lugo / Especial para El País

Todo el que en Toribío, Cauca, haya pasado por el frente de la casa cural conoce al padre Pal Ezio Guadalupe Roattino. Casi siempre va vestido con una ruana oscura. Cuelga de su cuello una cruz de tau y siempre usa un anillo negro en su mano izquierda. Sus ojos cuentan historias completas. Las arrugas laberínticas de su rostro se trazan como un mapa; un mapa que marca el largo camino por el que ha andado en sus 82 años con el conflicto a su espalda, huyendo de esa guerra que le arrebató la paz.

Ezio significa “el que da una explicación”. Así define su nombre. Y quizá esa fue la misión con la que vino al mundo: a intentar explicar muchos de los conflictos que ha tenido que vivir. Su historia, mientras la cuenta, parece un libro que va entretejiendo los relatos de voces del siglo pasado. Sus recuerdos, tan intactos como fieles, reconstruyen desde los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki de los finales de la Segunda Guerra Mundial en agosto de 1945 hasta la transmisión de la chiva-bomba en Toribío que se incrustó en la pared de la cocina de la casa cural en julio del 2011.

El padre Pal Ezio es ítalo-esloveno. Nació en un pequeño pueblo de Europa cuyo territorio pisó cuatro nacionalidades distintas en menos de un siglo, dadas las guerras en el continente. “Cuando mi madre nació allí, pertenecía a Austria. Luego, cuando nací yo, era de Italia. Después de la Segunda Guerra Mundial fue territorio de Yugoslavia y cuando murió uno de los líderes de ese país, se convirtió en parte de Eslovenia”. Pero por cosas del destino, o de Dios, hoy pasa su vida en un territorio ancestral enmarcado en las montañas del Cauca: “Toribío, el eterno pueblo agradecido”, dice.

Roattino no llegó a Colombia por huir del belicismo de su tierra. Se quedó del otro lado, a 9.581 kilómetros al sur, en el país que lo esperaba para incluirlo en sus libros de historia. Aquí, en Colombia, el padre Ezio ya tenía otra misión grande con los indígenas del departamento del Cauca.

–¿Cómo soportar y entender tantos conflictos como los que usted ha vivido?

–El secreto está en la oración. Y en Dios. No hay nadie que pueda entender las guerras, las masacres, la violencia. Estoy vivo también de milagro. Pero es Él el que me ha dicho que mi misión sigue.

El Padre ha visitado tantos lugares del mundo enviando mensajes de esperanza a las comunidades, que sus esfuerzos por continuar superaban las barreras lingüísticas que se imponen desde los tiempos de Babel. A cada lugar nuevo que llegaba, se acoplaba leyendo historia en el idioma que se hablara. Desde niño aprendió italiano y alemán. Luego tuvo que aprender inglés. Tiempo después comenzó a hablar francés. En Brasil ya predicaba en portugués y llegó a Argentina a aprender español.
Como si su camino se destapara vislumbrando los mensajes que transmitía de la mente a la plaza, en tiempos donde el entendimiento era tan etéreo como para que el lenguaje universal de un abrazo fuera suficiente consuelo.

A su edad, son pocas las personas que pueden decir que gozan de tan buena memoria. Quizá por su vida, o porque los hechos que ha vivido han sido tan reveladores, que sería imposible dejarlos pasar. En su mente guarda fotos, rostros y fechas. Aprieta los párpados para intentar precisar el día exacto y recuerda aquel 20 de septiembre de 1943, en el que los rezagos de la guerra nazi le arrebataron a uno de sus grandes amigos de la infancia. Tenía apenas 7 años, quizá muy pocos para entender lo que sucedía en el mundo, pero los suficientes para darse cuenta de que fue ese, uno de los instantes que marcaría su vida para siempre. A Stefano, -su amigo de 6 años- lo mataron los alemanes.
“Estábamos jugando en un lugar cerca a mi casa. Él se durmió y luego se despertó buscando a sus padres. Habían decretado toque de queda. Corrió hasta su casa. Corrió lo más rápido que pudo. Los alemanes gritaron. Le dispararon”.

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“Así que uno cae de una guerra en otra guerra”, cuenta Ezio mientras baja la mirada lentamente, como si sus recuerdos pesaran tanto para mantener su cabeza inclinada.

Aun así, el sacerdote no sabe qué es el odio. O bueno, dice que lo único que odia es usar el cuello clerical. Rememora con una sonrisa que le cierra los ojos la vez que, estando en Roma en una reunión de sacerdotes, el papa Juan Pablo II regañó a uno de los padres por no usar el cuello. Él tampoco cumplía el protocolo. Para su sorpresa, el
Sumo Pontífice pasó inadvertido el hecho y le sonrío, a modo de complicidad. Ese gesto nunca lo olvidará, aunque dice que todavía no lo descifra.

Su voz ceremoniosa continúa con los relatos que dan para escribir un libro, acaso una novela de 1.001 páginas. Cuenta que cuando llegó al Cauca, en 1982, se asentó en Caldono. Allí comenzó a trabajar con las comunidades indígenas. Vivió con ellos la desaparición y asesinato de cientos de jóvenes que salían de sus casas para no regresar jamás. Para el Padre, la guerra nazi es similar a la que ha visto en Colombia. La misma tragedia. Los mismos rostros desesperados.

Entre sus momentos más difíciles nunca olvidará el 10 de noviembre de 1984, el día que despidió a su mejor amigo de la vejez: el padre Álvaro Ulcué Chocué, el primer sacerdote católico indígena del país. “En el ataúd Álvaro aún sonreía”, dice Pal Ezio. No tenía miedo de morir. Sabía que lo iban a matar, pero estaba dispuesto a dar la vida por su pueblo Nasa. “Álvaro decía: Soy un soldado vencido de la causa invencible”. Con él habían recorrido a pie y con una linterna en la mano, los territorios más azotados por el conflicto en el Cauca.

Ese día fue igual al 20 de septiembre de 1943, cuando 41 años atrás había perdido a otro cómplice de la vida. A su mejor amigo de infancia lo mataron los nazis. A su mejor amigo de vejez, dicen, los paramilitares.

Álvaro le enseñó la última lengua, la Nasa Yuwee. No ha habido otro idioma, dialecto o forma de comunicarse más sagrada para él que la que lo ha conectado con los ancestros de una tierra que no lo vio nacer. No importa: la Pacha Mama lo adoptó como si fuese hijo de su vientre.

A su lado, tradujeron los libros de Marcos, Lucas y Mateo del Nuevo Testamento a lengua indígena. Se para del asiento de madera y se dirige hacia un baúl donde guarda grandes tesoros. De allí vuelve con un libro que sostiene entre sus manos arrugadas. Lee la oración del Padre Nuestro en Nasa Yuwee. Se lo sabe de memoria, pero prefiere recitarlo.
Lo hace en ese momento y lo hará de noche, mañana, ¡todo el día! Sus oraciones ya no las refiere en italiano, sino en lengua indígena.

Fue gracias al padre Álvaro, que Ezio terminó en Toribío. Luego de años de amenazas en Caldono, se necesitaba un sacerdote en el municipio más atacado por la guerrilla. Llegó hace más de 30 años, tiempo en el que Toribío ya completaba más de 300 hostigamientos, cuatro tomas y 14 ataques. Hoy día, camina por las calles del pueblo mientras sonríe y saluda a todos los feligreses que lo admiran por sus canas de sabiduría. Su sonrisa tranquila transmite un aura de paz, mientras sus arrugas cuentan otra historia.

Cuando le preguntan por qué usa el anillo negro que tiene en su mano izquierda, mira de frente y sonríe. Responde que los anillos, por su forma circular, que sugiere cierta idea de infinidad, representan la unión con “algo”. Suelta una pequeña carcajada y dice -con toda seguridad- que su misión en la vida terminará aquí. A 9.581 kilómetros de su pueblo natal.
Al otro lado del mundo. Con la familia que lo acogió hace tres décadas. “Este anillo muestra que yo me casé. Me casé con una causa y esa causa son los indígenas colombianos”.

El Padre trabajó con las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina, cuando la dictadura de Jorge Rafael Videla contribuyó a la desaparición de unas 30.000 personas.

Habla italiano, alemán, portugués, francés, inglés, español y la lengua indígena Nasa Yuwee. En estos años ha traducido tres libros de la Biblia a esta lengua.

En el último de sus viajes, en 1982, Ezio terminó en el Cauca después de pasar por más de ocho países como misionero católico. Es sacerdote de la iglesia de Toribío.

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