La muerte de quince menores de edad en bombardeos de las Fuerzas Armadas a campamentos de las disidencias guerrilleras en los departamentos Guaviare, Arauca y Amazonas debe trascender la discusión sobre en quién recae la responsabilidad de esa pérdida de vidas humanas.

Lo que se debe definir es por qué esa práctica atroz de involucrar como escudos o instrumentos para la guerra a las poblaciones más jóvenes y vulnerables sigue hoy incólume en Colombia, sin que el Estado en su conjunto haya cumplido con su obligación de protegerlos y salvarlos de las garras de los violentos.

Es claro que son los grupos al margen de la ley los culpables de que hoy, al igual que en los 70 años o más de conflicto en el país, menores de edad sean obligados o alentados a participar en una lucha armada de la que deberían mantenerse alejados.

Tampoco ayuda que en los últimos años la laxitud del gobierno de Gustavo Petro, que apostó de forma equivocada a la paz con quienes claramente no tienen ningún interés en llegar a esa instancia, haya borrado de un plumazo los escasos avances logrados para arrebatar de las garras de la criminalidad a cientos de niños y jóvenes colombianos.

Los diagnósticos de los últimos años se quedan cortos frente a la realidad que viven departamentos como el Cauca o ciudades como Cali. El año anterior, según la Defensoría del Pueblo, se registraron 409 casos de reclutamiento de menores de edad, mientras la organización Coalico (Coalición contra la vinculación de niñas, niños y jóvenes al conflicto armado en Colombia) informa que en el primer semestre de este año se presentaron 139 afectados.

Son números ínfimos que no reflejan la situación de miles de familias que ven cómo a sus hijos, algunos de los cuales ni siquiera llegan a la pubertad, les son arrebatados para que hagan parte de la guerra.

No es de extrañar, además, que el 51 % de los registros verificados correspondan a niños y jóvenes de poblaciones indígenas o negras, en su mayoría del Cauca, Nariño o Chocó, que además son trasladados a otras zonas de conflicto como Putumayo, Guaviare o Arauca, ya sea para engrosar las filas de los grupos criminales, para explotarlos de todas las maneras posibles o para ponerlos en el frente de batalla.

Esos grupos al margen de la ley saben además que la Fuerza Pública debe cumplir protocolos y normas que limitan su accionar si ello implica peligros para esos seres humanos, so pena de ser objeto de la Justicia o de ser blanco de campañas de desprestigio.

Sobre la responsabilidad de la muerte de los quince niños en los bombardeos a campamentos de las disidencias guerrilleras en Guaviare, Cauca y Amazonas, deberá ser la Justicia la que investigue lo sucedido. Para ello cuenta con los instrumentos necesarios para establecer la verdad de lo ocurrido, para indagar las actuaciones de la Fuerza Pública y precisar sus deberes en el cumplimiento de su labor contra la delincuencia, pero así mismo para acusar y juzgar a quienes son los autores del reclutamiento de menores.

En todo caso, nada debería impedir que se haga uso de la fuerza legítima del Estado a la hora de combatir el crimen organizado y la delincuencia que hoy, de nuevo, tienen azotado al país y sometidos no a cientos sino a miles de niños y adolescentes colombianos que siguen siendo usados para la guerra.