Los 137 asesinatos registrados entre el 1 de enero y el 22 de febrero de 2023 confirman por qué Cali es considerada la ciudad más violenta de Colombia. Lo fue al menos el año anterior, según el ranking anual publicado por el Consejo para la Seguridad y la Justicia Penal de México, que ubica a la capital del Valle en el puesto 32 de su lista mundial.
Más que el número de homicidios cometidos durante el 2022 -988 según las autoridades caleñas y 1007 de acuerdo con el informe global, es decir una tasa de 42,09 por cada 100.000 habitantes-, debería preocupar que las políticas sociales y de seguridad no están funcionando como se esperaría, así las estadísticas muestren un leve descenso. Si bien la razón de esa violencia puede estar en la convergencia de la criminalidad en la principal ciudad del suroccidente colombiano, estratégica por su ubicación y por su cercanía con el Pacífico, no se debe desconocer que existe un problema cultural que alimenta esa realidad.
La situación no es nueva. Cali lleva 40 años sometida al imperio del crimen, alimentado por el narcotráfico en sus diferentes versiones, incluido el microtráfico, y por la delincuencia organizada. A los problemas sociales generados por la migración masiva, y en muchos casos promovida, que llevó al crecimiento desordenado de la ciudad, a crear cordones de miseria y a multiplicar su número de habitantes en tiempo récord, se sumó la falta de oportunidades para buena parte de su población. Todo ello convirtió a la capital del Valle en terreno fértil para la violencia.
Frente a esa realidad que lleva décadas, las autoridades parecieran incapaces de actuar con la eficacia que se requiere. Difícil entender la decisión de la actual Administración Municipal de reducir año tras año el presupuesto para la seguridad local o su deficiente gestión para dotar a Cali de las herramientas tecnológicas necesarias para combatir la criminalidad. No obstante, se deben reconocer los esfuerzos de la Fuerza Pública para atender a una urbe tan compleja y su compromiso permanente para disminuir unos índices delictivos que son en extremo preocupantes.
En lo que ha fallado de forma rotunda la ciudad es en su estrategia social y cultural para enfrentar la violencia. En Cali es evidente que existe un grave problema de convivencia ciudadana, que la educación no cumple con su labor de formar ciudadanos de bien y que tanto la unidad familiar como los valores básicos que le permiten a una sociedad vivir en paz, están en crisis.
Esa realidad demanda de unas políticas públicas que sean efectivas y se mantengan en el tiempo para brindar oportunidades a las poblaciones más vulnerables, que son las más expuestas a caer en manos de las organizaciones criminales. En la capital del Valle, sin embargo, es costumbre que cada cuatro años, cada vez que hay un cambio de gobierno, se desmonten los programas sociales, lo que impide una continuidad que permita mostrar resultados positivos.
Los caleños no pueden seguir indiferentes frente a la violencia que afecta a su ciudad. No es cuestión de números o de posición en un ranking mundial, porque son tan aterradores mil muertos o 900 o 100 cada año. La convivencia, los valores y el respeto por la vida deben imperar en una sociedad civilizada.