El informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas sobre el crecimiento de los cultivos ilícitos en Colombia es ante todo un reto para el Estado. Aumentar un 43% el área sembrada de coca significa darles todo el poder posible a las organizaciones criminales para controlar el territorio nacional, enriquecerse y amenazar la estabilidad de la democracia.

Llegar a 204.000 hectáreas de cultivos que alimentan la red de delincuencia en Colombia y el resto del mundo debe conmover las instituciones y obligarlas a actuar para combatir el causante principal de la violencia y el motor para toda clase de delincuencia en nuestro país. Es una amenaza que no puede resolverse con discursos o con reclamos para que se legalice la droga, sino con las acciones que la sociedad requiere y exige para su subsistencia.

Allí está la clave de los asesinatos de líderes sociales en las regiones en donde se imponen esos cultivos, en las cuales los campesinos y ciudadanos son víctimas permanentes de las organizaciones que se disputan el control territorial y el lucrativo negocio. Es el caso del Pacífico, donde se llegó ya a las 89.266 hectáreas sembradas de coca, lo que destruye la región con mayor biodiversidad del mundo y donde reside la población con mayores índices de pobreza y necesidades insatisfechas del país.

Y pese a ello, la presencia del Estado es escasa frente al tamaño de los problemas que padecen sus habitantes, aumentando la cadena que los obliga a colaborar con los criminales o a desplazarse a Cali y las demás ciudades en busca de protección. Lo más grave es que no hay una política coherente para incentivar la educación, la inversión y el desarrollo que son los mejores instrumentos para ofrecer oportunidades distintas al narcotráfico y todos los delitos que acarrea.

Es la violencia que en el Valle genera 2000 homicidios por año y destruye las posibilidades del Cauca, de Nariño y del Chocó, generando más pobreza, devastando las culturas nativas y obligando a sus habitantes a huir. Entre tanto, en Bogotá se decide debilitar la capacidad de la Fuerza Pública para enfrentar el crimen organizado, incluidos los grupos que reclaman reconocimiento político, que pretende conseguir perdones a sus crímenes mientras sigue sembrando el terror, o reconocer a las organizaciones creadas por el narcotráfico para convertirse en interlocutores legítimos del Estado.

Es claro que la respuesta no puede ser solo de carácter militar. Pero tampoco puede llegar a entregar la legalidad en aras de unos acuerdos que aún no se sabe cómo se harán, ni a cambio de qué se entregarán las prebendas y beneficios que se están planteando para las organizaciones criminales dentro de la llamada Paz Total.

Más allá del análisis y de las solicitudes a la comunidad internacional para que legalice las drogas ilícitas, y antes que especulaciones y reclamos, Colombia necesita con urgencia la decisión del Estado para combatir el narcotráfico, el peor enemigo de la nación, de la Paz y de la convivencia. El informe de la ONU y los indicadores de la violencia que acarrea así lo exigen.