Por cuarta vez, la comunidad internacional se moviliza para facilitar los diálogos entre la dictadura que manda en Venezuela y la oposición. Y aunque cambian los participantes o se crean nuevos roles, todo indica que el destino puede ser el mismo fracaso de siempre si no existe la verdadera voluntad de permitir que regrese la democracia, se pueda reconstruir el país y se respeten los principios éticos y morales que aseguran las libertades y la transparencia de cualquier gobierno.
Aunque Noruega sigue siendo el facilitador de los diálogos entre el régimen de Nicolás Maduro y los sectores que representa Juan Guaidó, a quien más de cincuenta Estados reconocen como presidente interino de la nación vecina, esta vez la sede es México. Y aparecen nuevos actores como Rusia, China, Bolivia e Irán que acompañan al elegido por el chavismo, y Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Holanda por el lado de Guaidó y la oposición. En el centro estarán las delegaciones, la una encabezada por el hijo de Maduro y la otra formada por representantes de la coalición de partidos y grupos que respaldan al presidente interino.
El gran cambio está en quienes han asumido papel principal en la negociación que fue instalada con toda la pompa en la capital de México, cuyo presidente también es simpatizante del régimen chavista. Por sí solo, tal participación varía las conversaciones, dando a entender que se trata ya de que el problema de Venezuela no lo resuelven los venezolanos ni está orientado por la necesidad de lograr un acuerdo que supere su crisis interna.
Todo indica entonces que en la trastienda de esas reuniones está la rivalidad entre los Estados Unidos y sus tradicionales aliados en el hemisferio occidental, y la nueva alianza de Rusia, China e Irán. Además, se puede ver en la participación de Bolivia o la de Canadá una prueba de la división que se está generando en América, iniciada con el socialismo siglo XXI promovido por el coronel Hugo Chávez y en el cual Cuba tiene gran protagonismo.
Es pues un evento en el cual se considera a Venezuela como parte del juego geoestratégico de las potencias mundiales. Queda el interrogante de si los aliados de la dictadura de Maduro y los militares que la soportan estarían dispuestos a aceptar el retorno de una democracia libre y limpia, donde se imponga la voluntad popular y se respeten las instituciones necesarias para rescatar a Venezuela de la tragedia en la cual la han sumido veinte años de dictadura disfrazada con una legalidad mentirosa.
En esas condiciones, el nuevo diálogo parece condenado al fracaso. Y será difícil que se encuentre una solución amplia y generosa a la situación que viven los más de veinticinco millones de venezolanos que aún residen en su patria en condiciones cada vez más trágicas, y la de los más de cinco millones que deambulan por Colombia y el mundo buscando una nueva vida. Pero aún puede esperarse el milagro que pueda poner de acuerdo a los países facilitadores para que dejen a un lado sus disputas por Venezuela y permitir la salida hacia la democracia que merece la nación del Libertador Simón Bolívar.