Los sábados, desde el final de la tarde y hasta bien entrada la noche, se han convertido para muchos aficionados —y también para mí— en una cita fija con Espn y sus transmisiones de la UFC. Desde hace una década sigo con entusiasmo un deporte que, casi sin proponérmelo, desplazó a mi antigua afición por el boxeo, disciplina que con el tiempo se volvió difícil de descifrar por su maraña de categorías, cinturones y organismos reguladores. Hoy solo conservo el interés por algunas peleas del Canelo Álvarez y de algunos otros boxeadores cuyos nombres se me escapan. La UFC, creada en 1993 en Estados Unidos, es un ejemplo elocuente de la velocidad con que una idea puede transformarse en un fenómeno global cuando encuentra el momento adecuado.

El torneo nació casi como un experimento destinado a resolver una pregunta simple: ¿Qué arte marcial es realmente la más efectiva en un combate real? Esa premisa inicial terminó por estimular una convergencia inédita entre disciplinas como el judo, el boxeo, la lucha olímpica, el muay thai y una larga lista de estilos que hoy conforman el repertorio técnico de los peleadores modernos. En pocos años, lo que comenzó como un espectáculo de nicho se convirtió en una plataforma que redefinió el concepto de combate profesional y amplió el alcance mediático de las artes marciales mixtas.

La popularidad del deporte hoy trasciende lo deportivo. No es raro ver en primera fila a figuras globales como Mark Zuckerberg o incluso al presidente de Estados Unidos, especialmente durante los momentos más intensos de su campaña más reciente. Esa presencia ilustra el impacto cultural de la UFC, que dejó de ser un producto marginal para convertirse en un evento seguido por audiencias masivas en todo el mundo. Se calcula que más de 600 millones de personas consumen regularmente sus contenidos, distribuidos en más de 130 países, una cifra que dimensiona su expansión.

El salto económico ha sido igual de contundente. Basta recordar que, en 2001, en plena crisis financiera interna, la organización fue vendida por apenas 2 millones de dólares. Dos décadas después, uno de sus acuerdos de distribución digital alcanzó los US$ 1100 millones, reflejando un crecimiento que pocas ligas deportivas modernas pueden exhibir. La UFC es hoy un negocio global que articula espectáculo, deporte, entretenimiento, profesionalismo, ligas internacionales, gigantes mediáticos y una élite atlética altamente entrenada. Su techo, lejos de estar cerca, parece ampliarse con cada temporada.

En lo personal, me atrae la simpleza radical del combate, comparable a la pureza de una carrera de 100 metros planos. Allí, los velocistas corren a máxima intensidad durante menos de diez segundos; aquí, dos atletas de complexiones similares, con protecciones mínimas, se enfrentan utilizando golpes, agarres y llaves en busca de imponer su técnica. Esa claridad, despojada de artificios, me ofrece un espacio de desconexión frente a la ansiedad cotidiana que suele acompañarme.

Larga vida a la UFC.