Un hecho que debe tenerse en cuenta porque define en gran medida el rumbo político de los próximos cuatro años. El país no puede seguir permitiéndose un Congreso improvisado, capturado por intereses particulares o sin la preparación necesaria para legislar sobre los temas más urgentes. Debemos estar atentos a las listas idóneas y éticas, diseñadas con criterios de responsabilidad nacional y no de conveniencia electoral.
Colombia vive el desgaste simultáneo de instituciones y sectores esenciales: un sistema de salud tensionado y sin reformas técnicas, una seguridad debilitada y desbordada, un narcotráfico en expansión, una educación sin políticas de Estado, una justicia lenta y distante del ciudadano y un clima de incertidumbre institucional constante. Frente a este panorama, se requiere un Congreso con carácter, rigor y compromiso público. Uno que legisle pensando en el bienestar ciudadano, no en la conveniencia personal; que entienda que su misión es la gente, no sus desmedidos asensos políticos.
El debate entre listas cerradas y abiertas no es menor. Las cerradas, que personalmente prefiero, ofrecen coherencia programática, reducen el clientelismo y fortalecen los partidos. Las abiertas permiten al ciudadano escoger figuras individuales y fomentan la conexión directa con los territorios. Pero más allá del mecanismo, lo esencial es que por las que votemos estén compuestas por verdaderos servidores públicos, capaces de pensar en el país antes que en sí mismos. Otro elemento clave es que unas buenas listas al Congreso ayudan a ordenar las campañas presidenciales, hoy dispersas y saturadas de precandidatos sin claridad programática. Los partidos que conciben listas coherentes suelen clarificar también sus alianzas presidenciales, reduciendo la improvisación y exigiendo a los candidatos propuestas reales y no aventuras individuales. Ordenar el Congreso, en el fondo, es comenzar a ordenar el país.
En este escenario ha resurgido la discusión sobre una posible Asamblea Constituyente. Aunque algunos la presentan como la ruta para corregir fallas estructurales, también existen riesgos evidentes. La Constitución del 91 es relativamente joven y fruto de un consenso nacional que aún no se ha desarrollado plenamente. Reescribirla de raíz puede generar inestabilidad política y jurídica, abrir puertas a tensiones innecesarias y desdibujar la continuidad institucional que tanto necesita el país. Las grandes transformaciones pueden -y deben- hacerse desde un Congreso fortalecido, sin necesidad de sacudir los cimientos de nuestra carta fundamental cada vez que atravesamos una crisis. No se trata de negarse a los cambios, sino de hacerlos con responsabilidad, sin alimentar la incertidumbre ni debilitar lo que aún funciona.
Y aquí llegamos al punto esencial. En medio de tensiones institucionales, crisis sectoriales y debates sobre si reformar o reemplazar la Constitución, el camino más responsable -y más urgente- es fortalecer el Congreso. Elegir bien. Exigir más. Recuperar la dignidad del servicio público. Las transformaciones profundas solo serán sostenibles si nacen de instituciones sólidas, legítimas y confiables. La historia nos enseña que los países no se reconstruyen desde el impulso sino desde la institución; no desde el atajo, sino desde la convicción democrática. En momentos de incertidumbre, fortalecer las ramas del poder público no es un lujo: es una obligación. El Congreso debe recuperar su prestigio y su legitimidad. Y la ciudadanía, por su parte, debe entender que el voto al Congreso es tan decisivo como el voto presidencial -en ocasiones incluso más-, pues es allí donde se diseñan las leyes que marcarán el futuro del país.
Por eso, el primer paso está en nuestras manos. Porque un Congreso capaz no solo legisla: ilumina. Un mal Congreso oscurece, divide, confunde. Pero un buen Congreso puede convertirse en la brújula que tanto necesitamos. Y en tiempos en que el país busca señales, una brújula vale más que un lamento. Que esta elección -serena, informada, exigente- sea el comienzo de un nuevo rumbo. Uno en el que, el Congreso decididamente le cumpla a Colombia con la misión que la Constitución le asigna: servir a la nación.