Una columna publicada hace dos meses, que se presentaba como ‘Pedagogía de la democracia’, tuvo buena acogida entre los lectores y algunos me escribieron para proponerme que continuara la secuencia. Recojo la invitación porque considero que uno de los sentidos importantes de escribir en un periódico es precisamente la defensa de la democracia, sobre todo en un momento tan crítico como el que estamos viviendo.

La principal razón para que una democracia se promueva como el régimen político más deseable es que, con base en largas y dolorosas experiencias históricas, la humanidad ha llegado a entender que, gústenos o no, no podemos tomar como punto de partida la creencia en una ‘bondad natural’ de los seres humanos. No somos ni buenos ni malos y en últimas las orientaciones de nuestras acciones las deciden las circunstancias en las que vivimos. Pero el asunto es que en materia política debemos partir de una consideración realista. El hombre no es malvado por naturaleza, pero, en términos políticos, como dice Carl Schmitt (el célebre constitucionalista), el punto de partida realista debe ser tratarlo como si lo fuese, empezando por los gobernantes.

Los antiguos proyectos de la izquierda tenían su fundamento en una ‘concepción positiva de la condición humana’, tal como se expresaba en la idea de un ‘hombre nuevo’ que inspiró los radicalismos y la creación de los grupos armados en América Latina, pero que terminó siendo la fuente a partir del cual se justificaron toda clase de genocidios y de fusilamientos. El ejemplo del grupo Sendero Luminoso en Perú es muy elocuente a este respecto: para hacer la revolución en ese país había que exterminar a dos millones de peruanos. En Colombia también podemos encontrar múltiples ilustraciones de la manera como la eliminación física era considerada como la condición indispensable para crear una nueva sociedad.

Hitler también tenía en su mente la idea de un ‘hombre nuevo’ e, incluso, en sus discursos hacía referencia a la fisonomía física que ese modelo de ‘nuevo ser humano’ debía tener: blanco, alto, delgado, con la cabeza erguida. En nombre de este ideal se justificaron los campos de concentración, los asesinatos masivos, el exterminio de poblaciones enteras. El hecho es que desde ambos lados del espectro político se llegó siempre a la justificación de la eliminación del adversario como condición para la realización de los ideales políticos.

Y entonces, ¿cómo va la democracia en todo esto? Las instituciones democráticas no se fundan en la creencia en una ‘bondad natural’ de los seres humanos y por este motivo, su gesto inaugural es el reconocimiento de que el conflicto es un elemento insuperable de todo tipo de relación social. A diferencia de los totalitarismos, no se parte de la idea de que hay una ‘sociedad buena’ amenazada por ‘fuerzas malignas’ que provienen del exterior, sino de la aceptación de la diferencia como parte fundamental de lo que somos. La negación del conflicto justifica la represión pura y simple. El respeto a la vida, por el contrario, es uno de los principales valores democráticos.

El ejercicio del poder corrompe aún a las ‘almas más buenas y generosas’: engolosina, intoxica, obnubila, nos lleva a creernos dioses y dueños de la verdad. Cualquiera que haya ejercido un cargo con mando se puede dar cuenta de que tener la posibilidad de imponer la propia voluntad termina ‘gustando’, a pesar de las buenas intenciones que se tengan. Peor aún: termina por corromper y hacer daño a quien lo ejerce. Por ese motivo se necesita que nadie sea dueño del poder, que toda función sea revocable y temporal. Y esa es precisamente una de las exigencias de un régimen democrático.

Las democracias hoy en día están amenazadas porque las difíciles situaciones que viven muchos sectores sociales llevan a convertir a cierto tipo de dirigentes en los mesías salvadores, sin importar los costos y las consecuencias. Y la ‘omnipotencia de los gobernantes’, que quieren acaparar todos los poderes, eliminar toda forma de control, anular la deliberación, convertir su voluntad en ley de leyes, la encontramos por todas partes. Esta es la cruda realidad actualmente, tanto a la derecha como a la izquierda, en muchos países en América Latina y Estados Unidos. Usted amigo lector sabe muy bien a qué me refiero.