Me subo a la ola del optimismo. No es frecuente que en Cali coincidan tantas conversaciones sobre futuro, ciudad y oportunidad. Aunque la historia aconseja cautela ante entusiasmos fugaces, hoy germina una visión que reconoce que cultura y economía no son mundos aparte, sino dos caras de un mismo modelo de desarrollo.

Nuestra ciudad ha brillado por sus sellos: salsa, cine, cocina del Pacífico, grafiti, danza urbana. Pero esa riqueza, más que motor económico, se ha tratado como folclore. Refuerza identidad, sí, pero no ha creado un modelo productivo que genere empleo formal, exportaciones y competitividad. Es hora de que la cultura trascienda el espectáculo y se convierta en industria.

Tenemos la semilla para virar hacia un productivo distrito cultural —nuestro segundo apellido— financiado con capital privado e inversión internacional, respaldado por incentivos y reglas claras. Desde ARI LandSmart, y movido por mi curiosidad intelectual, hemos estudiado experiencias que demuestran que la creatividad, bien gestionada, puede convertirse en un motor económico sólido y sostenible.

Barcelona es un caso paradigmático. En barrios como Poblenou y el Raval, delimitó zonas para murales, promovió festivales como Open Walls Conference y Wallspot e integró artistas en la regeneración urbana. El arte callejero pasó a rutas turísticas oficiales, convirtiendo la calle en galería y la creatividad en marca que atrajo más de 31 millones de visitas en 2022.

El problema no es la expresión artística, sino la ausencia de propósito. En el Distrito persiste el vacío de políticas que integren el arte callejero a la planificación y al embellecimiento. El talento se dispersa sin un marco que lo ordene, preserve y proyecte.

En Chiang Mai, Tailandia, la apuesta creativa surgió de la alianza entre universidad, empresas, gobierno y artistas, bajo un plan avalado por la UNESCO. Creative Lanna articuló mercados, talleres y diseño en clústeres culturales. Festivales como la Design Week atraen multitudes, y la economía creativa ya impulsa el PIB local, fortaleciendo emprendimientos y exportaciones culturales.

Lille, en Francia, se reinventó tras la crisis industrial con Lille3000, temporadas culturales que reactivaron viejos espacios fabriles. Iniciativas como Plaine Images reúnen más de 140 empresas creativas y 1.800 empleos. La edición Renaissance de Lille3000 generó entre 65 y 110 millones de euros, consolidando a la ciudad como destino cultural recurrente y competitivo.

Imaginemos en nuestra geografía viejos edificios y galpones transformados en estudios, galerías o cocinas de innovación, gestionados por consorcios que unan talento local y experiencia internacional. Corredores culturales enlazando centro, río y cerros, con hoteles boutique y rutas gastronómicas. Modelos activos todo el año, financiados con capital propio, posicionados con marketing preciso y sostenidos con retornos seguros.

No hay que asustarse, no se requieren presupuestos descomunales. Experiencias similares han arrancado con inversiones de cinco a veinte millones de dólares por núcleo cultural, recuperables en cinco a siete años. Esa escala permite infraestructura, equipamiento, conectividad y campañas globales. El éxito se refleja en ocupaciones turísticas superiores al 70 % e ingresos crecientes.

El Estado —en especial la administración distrital— no debe centrarse en financiar, sino en atraer inversión, facilitar incentivos fiscales, agilizar trámites, garantizar seguridad a todo nivel y proyectar la oferta a escala global. ¿Es mucho pedir? La academia ha de formar talento y medir impacto; la sociedad civil, velar por autenticidad, empleo digno e inclusión de los barrios donde germina nuestra creatividad. Esa es la tríada.

No basta con encadenar festivales, se trata de tejer una economía en la que la cultura se exporte y el turismo abra puertas a mercados globales. Con visión y proyectos de esta envergadura, la rumba seguirá siendo nuestra, pero como emblema de un modelo que genera riqueza, impulsa innovación y proyecta a la ‘sucursal’ más allá de su cielo.