La riqueza y los privilegios que rodean a los ‘elegidos por el pueblo’ desmontan de entrada cualquier sustento moral de su cruzada contra la pobreza. En cuanto llegan al poder, ellos y sus allegados se convierten en parásitos de lujo: mansiones, escoltas, caravanas de camionetas blindadas, aviones y banquetes con los mismos capitalistas que decían odiar.

Quienes aún se asombran por la habilidad que han mostrado para tomarse el poder, deben admitir que lo han hecho con persistencia. No por mérito, ni trabajo, ni conocimiento —eso lo desprecian—, sino por relecturas rancias de un marxismo fósil. Su recurso no es producir, sino fabricar una narrativa de catástrofe que promete un futuro utópico. Pero todo se revela cuando, ya en el poder, superan los sueños del más ambicioso oligarca.

Nunca fomentan el trabajo; al contrario, lo castigan. Obstaculizan al sector productivo bajo el pretexto de aplicar un modelo ‘generoso’. Halagan al que quiere vivir del trabajo ajeno y castigan al que quiere vivir del propio. Los jóvenes, obligados a ceder la mitad de su esfuerzo al Estado, terminan por desmotivarse, producir menos o emigrar. El sector privado se encoge, mientras los pocos que resisten cargan con más impuestos. Es un desastre, sí, pero no un accidente: es el plan.

Cuando toda la energía de un gobierno se enfoca en castigar al que produce, expropiar al que ahorra y predicar el igualitarismo como dogma, se destruye el motor de la creación de riqueza: el trabajo disciplinado y creativo. Lo reemplazan por el ideal del subsidio perpetuo, financiado por un Estado imaginario que reparte milagros sin producir nada. Los promotores del adefesio se sorprenden con la pobreza generalizada, pero poco les importa porque ellos han logrado posicionarse en el curubito y a ‘su pueblo’ lo mantienen aturdido con el discurso de la dignidad y un futuro próspero que nunca llega.

Los pocos que aún quieren emprender huyen. Los promotores del parasitismo exhiben a Europa como ejemplo, sin explicar que primero fue rica gracias al trabajo, la libertad y la responsabilidad y hoy enfrenta crisis fiscales, sistemas pensionales insostenibles, una fuerza laboral reemplazada por inmigración… y algo peor: generaciones jóvenes educadas en la idea de que esforzarse no vale la pena. ¿Para qué trabajar, si papá Estado está obligado a resolverlo todo?