Cuando la bancada de gobierno abucheó y gritó en medio del discurso del presidente Iván Duque en la instalación del Congreso el 20 de julio pasado, sentí que lo había visto antes. En efecto, la última vez que vi a un parlamento abucheando a un jefe de gobierno fue el 6 de julio cuando se provocó la renuncia de Boris Johnson. No creo que haya habido un primer ministro británico que no haya tenido recibido sonoros “booos” de los opositores. Las sesiones del parlamento británico son vívidas y dinámicas, de intervenciones cortas y mordaces en los que cada bancada aplaude a su vocero y abuchea al contrario, de manera coordinada y organizada para ser más efectiva.

Lo mismo pasa en todos los países europeos porque abuchear es uno de los recursos parlamentarios. Hasta el Parlamento Europeo abucheó a Emanuel Macron y su primera ministra Elizabeth Borne sufrió un padecimiento similar en el francés el mismo día en que en Londres le tocaba a Johnson.

Sin saber por qué, América es más protocolaria y pomposa y no es común que pase. Pero en Estados Unidos son famosos los ‘hecklers’, literalmente ‘objetores’, pero que realmente son saboteadores que se plantan frente a alguien que está dando un discurso para increparlo y no dejarlo hablar. Lidiar con un saboteador es una de las mayores pruebas para un político norteamericano. La práctica es muy importante porque está ligada a la libertad de expresión. Así como el orador puede decir prácticamente lo que quiera, los objetores pueden en igualdad de circunstancias sabotear el discurso con el que no están de acuerdo.

Pero la nuez del problema no son las buenas maneras políticas, sino que el saboteador tiene que escuchar el discurso para saber por qué y en qué momento interrumpe. Desde el punto de vista del debate tiene mucho más importancia una audiencia hostil lista a abuchear en el momento que considere oportuno, que una audiencia protocolariamente bien portada pero indiferente frente al discurso, lista a aplaudir cuando el maestro de ceremonias lo indique.

Hasta ahora la práctica en Colombia era de un Congreso que oía en silencio, pero con indiferencia los discursos presidenciales. Es solo un poco más respetuoso que las caóticas sesiones del parlamento en donde los congresistas hacen corrillo en sus curules, le hacen corrillo al lado del orador en el podio, están en otras cosas alrededor de la mesa directiva, cuando no están chateando o durmiendo.

El 20 de julio Colombia presenció un acontecimiento de ruptura de una tradición protocolaria en el Congreso. Una más de las tantas líneas rojas que se traspasaron de lado y lado en diferentes escenarios en los que la política fue dominada por la hostilidad y la agresión personal para opacar formas legítimas de controversia que incluyen, como no, abuchear, dar la espalda, vitorear.

Si eso es lo que vamos a seguir viendo, mejor que haya bancadas y partidos funcionando de manera organizada y si se quiere jerárquica para que los recursos parlamentarios se usen estratégicamente. Las reglas de procedimiento parlamentario no están escritas en el vacío sino para hacer el debate más nutrido.

Si quisiéramos copiar algo de los ingleses, miraría las reglas de cortesía y comportamiento de la Cámara de los Comunes. Una parte dice: “Es una descortesía pedir la palabra al poco tiempo de llegar y salir al poco tiempo de terminar el discurso”.

Como quien dice, hay que haber atendido el debate para participar en él. Y no hay que retirarse del debate después de intervenir, sino que hay que escuchar las réplicas, para poder abuchearlas.