Es el ruido idiota: agresivo e inútil. Invade hogares, hospitales, colegios y nuestro día a día. Es la música a cualquier hora por los parlantes de quienes confunden alegría con falta de respeto. Son las plegarias amplificadas por los altavoces de iglesias exigiendo que nos arrepintamos por pecados aún no cometidos. Es el ‘din-dong’ torturador de panaderías que, cada diez minutos, anuncia que el ruido idiota se hornea en tandas. Es el ladrido insistente de perros estresados y neuróticos, abandonados en patios y balcones por vecinos negligentes. Es el ruido idiota que no aporta nada, pero sí nos quita, nos roba la vida, corrompe y asesina.
En Cali hay más de 7000 bares, discotecas y estaderos registrados. A ellos se suman 1500 negocios informales sin licencia ni control. Más del 70 % viola normas de uso del suelo o leyes vigentes. No hay límites de horario ni medidas de mitigación acústica. Así, las noches en hogares con niños y adultos se vuelven invivibles. El descanso es un lujo y la irritabilidad, una constante. Como si fuera poco y ante el colapso del MÍO, miles de las más de 500.000 motocicletas recorren la ciudad con estruendos insoportables. Activan alarmas defectuosas de vehículos cuyos dueños son indiferentes al tormento que provocan.
Según la OMS, superar los 55 decibelios daña gravemente la salud física y mental. Provoca insomnio, ansiedad, problemas cardiovasculares, deterioro cognitivo y bajo rendimiento escolar y laboral. Sin embargo, en Cali, la última medición de ruido realizada en 2019 reveló que en sectores residenciales los niveles nocturnos alcanzan cerca de 70 decibelios. Y aunque la Ley Antiruido 2450 ya está en vigor, en un acto que resume negligencia e ineptitud, el laboratorio ambiental del Dagma perdió la acreditación del Ideam. Con ella se esfumó el principal mecanismo para proteger el silencio. ¿Ya renunciaron los responsables?
Los picos de ruido coinciden con aumentos en riñas callejeras, agresiones y violencia doméstica. No se trata de fenómenos aislados, sino de entornos degradados con condiciones estructurales para la violencia sistémica. Un estudio publicado en el Journal of Public Economics encontró que un aumento de 4,1 decibelios en los niveles de ruido ambiental se asocia con un incremento del 6,6 % en los delitos violentos. Es decir, una reducción de 12 decibelios podría traducirse, teóricamente, en una disminución de hasta un 20 % en la violencia urbana.
Nada de esto parece importarle a la Alcaldía de Cali. Mientras los expedientes de quejas ciudadanas se acumulan y envejecen, el Dagma, los inspectores de policía y los comandantes de estación se señalan en silencio la competencia que les asigna el decreto 0516 de 2016 y el Código Nacional de Policía. Como muestra, y solo tras años de presión ciudadana, se clausuró la estruendosa Carpa 66.
Luchar contra el ruido idiota exige la intervención de la Secretaría de Salud: es, ante todo, un problema de salud pública. La Secretaría de Seguridad y Justicia debe recuperar la potestad para cerrar establecimientos que violen el uso de suelo. Incluso la Secretaría de Vivienda debe imponer estándares mínimos de aislamiento acústico. Todos deberían articularse ante la ensordecedora urgencia de acabar con el ruido idiota y recuperar el derecho fundamental a la salud y gozar de un ambiente sano.