A escala global, la democracia atraviesa un retroceso significativo, mientras que las democracias iliberales y los regímenes abiertamente autocráticos avanzan con fuerza. Estos pueden ubicarse tanto en la derecha como en la izquierda del espectro político, pero comparten rasgos comunes: el desprecio por las instituciones democráticas, el debilitamiento deliberado de los contrapesos y una marcada tendencia a personalizar el poder.

Líderes como Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Alexander Lukashenko en Bielorrusia, Donald Trump en Estados Unidos y, en América Latina, Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, han erosionado los equilibrios entre las ramas del poder público, propagado desinformación, profundizado la polarización y buscado deslegitimar a sus opositores mediante diversas estrategias.

Este resurgimiento autoritario no ha sido un proceso espontáneo. Por el contrario, ha sido impulsado por redes transnacionales que han incrementado su capacidad de influencia política, informativa y financiera. Como señalan Nic Cheeseman, Matías Bianchi y Jennifer Cyr en Foreign Affairs, esta coalición internacional de regímenes autocráticos tuvo una de sus demostraciones más visibles en Pekín en septiembre de 2025, cuando Xi Jinping, Kim Jong Un y Vladimir Putin —aliados estrechos en materia económica y de seguridad— se presentaron unidos para desafiar el orden liberal internacional.

Según estos autores, el Índice de Colaboración Autoritaria de Action for Democracy identificó más de 45.000 reuniones de alto nivel, alianzas mediáticas y otros episodios de coordinación entre regímenes autoritarios, gobiernos con tendencias autoritarias y partidos opositores con inclinaciones similares en todo el mundo.

Sin embargo, esta cooperación va mucho más allá de la exposición mediática. Como explica Anne Applebaum en Autocracy Inc., las autocracias también ofrecen financiamiento sin transparencia ni condiciones democráticas. Estos recursos, entregados sin exigir reformas, supervisión institucional o controles anticorrupción, resultan vitales para gobiernos en aprietos financieros que buscan evitar la rendición de cuentas. No es una práctica menor: en varios casos, estos préstamos opacos sustituyen la financiación de instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, que exigen estándares de gobernanza. Este tipo de comportamientos evoca episodios recientes en Colombia, como el endeudamiento del gobierno Petro a tasas superiores al 13 %, cuyo origen y condiciones aún no se han revelado plenamente.

Otra dimensión clave de este ecosistema autoritario es la exportación de tecnología de vigilancia. China se ha consolidado como el principal proveedor de sistemas de reconocimiento facial, plataformas de monitoreo masivo y software policial que permite rastrear opositores, anticipar protestas y supervisar a la ciudadanía con un grado de sofisticación sin precedentes.

A ello se suma la cobertura política que países como Rusia y China ofrecen a sus aliados en foros internacionales, evitando condenas a violaciones de derechos humanos o interferencias electorales. Este silencio estratégico funciona como un escudo diplomático que reduce los costos de gobernar de manera autoritaria.

El impacto de estas dinámicas es evidente. De acuerdo con el Varieties of Democracy Index, en 2025 45 países se alejaron de la democracia y transitaron hacia la autocracia, y solo 29 pueden considerarse democracias plenas. La caja de herramientas del autoritarismo global —financiamiento opaco, tecnología de vigilancia, coordinación política y respaldo internacional— está produciendo efectos profundos y acumulativos.

En este contexto, Colombia y América Latina deben ser especialmente cuidadosas en sus decisiones electorales. Resulta indispensable desconfiar de candidatos que afirman que una nueva constitución es necesaria simplemente porque sus reformas no han sido aprobadas, o que sostienen que el Ejecutivo encarna de manera exclusiva la ‘voluntad del pueblo’.

Como cualquier democracia, Colombia requiere ajustes y reformas institucionales, pero estas deben construirse mediante consensos amplios, no impuestas desde el poder. El consenso —como recuerda Fernando Carrillo— es un valor esencial de las democracias sanas: exige debate informado, interlocutores idóneos y resultados tangibles que respondan a las demandas de las nuevas generaciones.

Si el país renuncia a estos principios, corre el riesgo de caer en la trampa que propone la red global de Autocracy Inc. Ese camino tendría costos elevados para la estabilidad institucional, el desarrollo económico y el futuro democrático de Colombia.

Twitter: @Mariocarvajal9C