Me topo de pronto con ‘El último suspiro’ de Buñuel, ese personaje eterno, símbolo del surrealismo, nacido en 1900, testigo y protagonista de los eventos más importantes que sacudieron el mundo en el siglo pasado. Murió a los 83 años, un año después de haber sido publicada su autobiografía. Su último suspiro.

Buñuel vivió a su manera. Batiéndose siempre entre su ateísmo feroz y su educación religiosa que lo marcó para siempre. Su famosa frase “soy ateo gracias a Dios” lo resume todo.

Desafió con sus películas todas las leyes de la sociedad, y se convirtió en el símbolo de la irreverencia y el desafío a las normas. Sus películas fueron censuradas, motivo de escándalo y condenadas por moralistas.
Nadie puede olvidar ‘El perro andaluz’, ‘Belle de jour’, ‘El discreto encanto de la burguesía’ y ‘Viridiana’, ganadora en Cannes y prohibida en España hasta la muerte de Franco. La escena de los mendigos sentados en la mesa atragantándose con un banquete, parodiando ‘La última cena’ conmociona para siempre.

Su vida resume toda una generación de pensadores y artistas. Amigo de Lorca, Dalí, Breton, Picasso, Alberti, Magritte, Sartre. Una generación que vivió dos guerras mundiales y la guerra civil española. Una generación irrepetible. La del pensamiento, el arte, la irreverencia y la locura.

Pero lo que me conmovió del libro es su prólogo. Una reflexión sobre la memoria y el Alzheimer de su madre. Le cedo la palabra, en este momento millones de personas en el mundo están ausentes de sí mismas. Y todavía sigue siendo un misterio para la ciencia.

“Durante los últimos diez años mi madre fue perdiendo la memoria. La visitaba con mis hermanos y le dábamos una revista que miraba atentamente. Se la quitábamos un rato y se la volvíamos a pasar. Era la misma. Ella la hojeaba como si fuera otra, con el mismo interés”.

“Llegó a no reconocernos. Sus hijos. A no saber quiénes éramos ni quién era ella. Yo entraba, le daba un beso y me sentaba un rato a su lado. Volvía a salir y entraba de nuevo. Le daba otro beso. Siempre me recibía con la misma sonrisa y me invitaba a sentarme como si me estuviera viendo por primera vez, sin saber cómo me llamaba”.

“En mi caso, a medida que van pasando los años, insensiblemente van amontonándose recuerdos, y un día, de pronto, buscamos en vano el nombre de un amigo o de un pariente. A veces nos desespera no dar con una palabra que sabemos que tenemos en la punta de la lengua y que nos rehúye obstinadamente”.

“¿Dónde he puesto el encendedor que tenía hace cinco minutos? ¿Cómo se llamaba ese hotel en Madrid donde estuve hace cinco años? ¿Cuál es el título de ese libro que me encantó y me leí hace unos meses?

“Hasta que llega por fin la que puede borrar toda una vida, como le sucedió a mi madre”.

“Una vida sin memoria no es una vida. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no estamos vivos. La memoria, indispensable y portentosa, es también frágil. No está amenazada solo por el olvido, sino también por los falsos recuerdos que nos van invadiendo día tras día”.

“La memoria está invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginado, acabamos por hacer una realidad de nuestra mentira”.

Me pregunto, después de ver a una amiga del alma, que afortunadamente ya murió, verla, repito, durante más de siete años conectada a una manguera desde el ombligo a la bolsa de nutrientes, absolutamente ausente, si la eutanasia no es una obligación. ¿Existe la vida en un ser con Alzheimer profundo? ¿Con qué derecho prolongamos su ‘existencia’? ¡No lo sé!

Sugiero a quienes aún tenemos memoria, firmar un derecho a morir dignamente. Cuando la perdamos, nadie puede decidir por nosotros y nosotros ya no podremos firmar.