Columnista

Silencio

Tengo la impresión de que en ciertas partes de Colombia, en ciertas ciudades y en ciertos barrios no se trata tanto de provocar ruido, como sí de opacar el silencio.

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Andrés Restrepo Gil
Andrés Restrepo Gil | Foto: El País.

5 de sept de 2025, 01:57 a. m.

Actualizado el 5 de sept de 2025, 01:58 a. m.

“Luego de tres décadas por fuera de mi país no he logrado encontrar un hogar. En el que alguna vez tuve ya no me siento cómoda. Aquí, demasiado silencio. En Colombia, demasiado ruido”. Me confesó una mujer colombiana que, debido a señales inequívocas de que iba a ser asesinada, debió salir del país y refugiarse en Suiza para salvar su vida. Concluye así su reflexión: “Al silencio de Suiza no me he acostumbrado en más de treinta años y, luego de haber estado tanto tiempo por fuera, me cuesta acostumbrarme al ruido de Colombia”.

Desde hace años, incluso antes de escuchar el relato de esta mujer, he tenido la sensación de que en Colombia tenemos una fijación por el sonido y un pavor por el silencio. Opacando cualquier destello de mutismo, con múltiples formas y a partir de múltiples artefactos, somos el reflejo de una sociedad particularmente ruidosa, que tiene como uno de sus principales vicios hacer bulla.

El hábito de proliferar el ruido y las facultades para opacar el silencio solo son posibles gracias al diseño de ciertos artefactos y a la invención de ciertas técnicas. Como bien lo dijo Le Breton, el sociólogo y antropólogo francés, “la modernidad trae consigo el ruido”.

Entre las muchas fuentes de las que nos servimos para lo uno, como para lo otro, contamos con múltiples recursos. Sería imposible entender la proliferación del ruido del que hoy somos testigos, sino a partir de un número considerablemente amplio y variado de invenciones: los motores y los parlantes; los celulares y los televisores.

En esto, las ciudades terminan siendo bastante similares, debido a que a todas les son transversales los ruidos innatos que son consustanciales a cualquier aglomeración urbana: taladros, bocinas, alarmas, motores, sirenas.

Sin embargo, y creo que en esto sí somos particularmente diferentes, tendemos nosotros a multiplicar el ruido con otros medios y a partir de otros artefactos.

En este sentido, disfrutamos con el volumen aumentado de los parlantes, haciendo del hábito sereno de escuchar música, una competencia estruendosa entre vecinos. Lo mismo ocurre con los vehículos: hay quienes calculan el tamaño de su orgullo con los decibeles que alcanzan sus motores.

Por todo esto, tengo la impresión de que en ciertas partes de Colombia, en ciertas ciudades y en ciertos barrios no se trata tanto de provocar ruido, como sí de opacar el silencio. Debido a nuestra fijación por la bulla, esta obsesión por el ruido no es otra cosa que un esfuerzo por opacar el sosiego y por hacer desaparecer la calma.

Son dos tendencias aparentemente diferentes que terminan por integrarse en una solo expresión de lo que somos: en Colombia encarnamos una verdadera adicción por el ruido y sentimos un sincero hastío ante el silencio.

La pregunta que me inquieta tiene que ver con aquello que escondemos tras el empeño de no permitirnos aguardar en calma. ¿Qué escondemos o qué pretendemos esconder tras aquel impulso de nunca permitirnos estar, al menos durante un tiempo, en calma y en silencio?

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