Columnista

Reforma sin rumbo

La verdadera reforma es la del Estado, no la del bolsillo de la gente

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Gabriel Velasco Ocampo
Gabriel Velasco Ocampo | Foto: El País

11 de dic de 2025, 03:41 a. m.

Actualizado el 11 de dic de 2025, 03:41 a. m.

En Colombia nos estábamos acostumbrando a que cada problema del Estado se resolviera con un impuesto nuevo. Cuando faltaba plata, cuando la improvisación desbordaba, cuando el Gobierno no podía cumplir sus promesas, la respuesta era siempre la misma: cargarle más peso a los mismos de siempre. Mientras tanto, el ciudadano sentía que pagaba más, recibía menos y vivía en un país donde la incertidumbre se volvió paisaje.

La última reforma tributaria no fue la excepción. Presentada como un acto de justicia social, terminó siendo —otra vez— un intento por tapar huecos y sostener un Estado que crece en tamaño, no en eficiencia. El problema nunca fue la falta de recaudo: fue la incapacidad del Gobierno para administrar bien los recursos públicos.

Lo cierto es que la reforma golpeaba a quienes sostienen este país: la clase media, el trabajador formal, el emprendedor, el pequeño empresario que genera empleo real. Era un castigo para la inversión y para la productividad. Y era, además, un golpe duro para regiones como Cali y el Valle del Cauca, que ya sienten la caída de la inversión, la informalidad creciente y la dificultad de crear empleo digno.

Porque la verdad es simple: no se puede redistribuir riqueza en un país que cada día produce menos. Ninguna tributaria reemplaza el crecimiento económico. Ningún recaudo aguanta cuando el Gobierno asfixia al que genera empleo y le declara la guerra al que invierte.

Mientras tanto, los problemas reales del país se agravan. La salud está en crisis; los hospitales siguen en emergencia, escasean medicamentos y las familias viven en angustia. La seguridad se deteriora. La infraestructura está detenida. La educación retrocede. Los servicios públicos enfrentan riesgos financieros. Y en medio de ese desorden, la respuesta del Gobierno fue pedir más impuestos. Más cargas. Más sanciones para quienes todavía creen en Colombia.

Pero esta vez ocurrió algo distinto. El Congreso dijo no. Y ese ‘no’ fue, en realidad, un ‘sí’ a la sensatez. La reforma se hundió —gracias a Dios y gracias al Congreso— porque el país no soportaba otro golpe más. Porque había que poner límites. Porque alguien tenía que frenar un proyecto que castigaba a los productivos, ahuyentaba inversión y profundizaba la incertidumbre económica.

El Gobierno se equivocó de enemigo. En vez de enfrentar la ilegalidad y el crimen organizado, persiguió al contribuyente formal. En vez de cerrar brechas de productividad, creó más trámites. En vez de corregir el gasto, lo expandió sin control. Y pretendió que el Congreso validara esa improvisación.

La hundida de la reforma no resuelve los problemas del país, pero evita que se agraven. Y abre una oportunidad: la de proponer una discusión seria sobre lo que realmente importa. Colombia no necesita más impuestos: necesita un Gobierno capaz de administrar, de priorizar y de promover crecimiento.

La verdadera reforma es la del Estado, no la del bolsillo de la gente. Es reducir el gasto improductivo, premiar la inversión y el empleo formal, y cerrar las filtraciones por donde se esfuma el dinero público.

Los países no prosperan exprimiendo a su gente, sino permitiendo que produzca y viva con dignidad. El Congreso hizo lo correcto. Ahora le corresponde al Gobierno entender que la riqueza no se decreta: se construye. Y para construirla, primero hay que dejar trabajar a quienes sostienen este país.

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