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Águila y ogro

Como corresponde a los tiempos que corren, cuando está de moda derrumbar estatuas, no quiere hacer el Presidente de Francia una apología del héroe, como sucedió con el fastuoso espectáculo del retorno de su cuerpo a Francia en 1840

14 de mayo de 2021 Por: Óscar López Pulecio

Águila y ogro, Alejandro y Nerón, son las palabras de Enmanuel Macron para describir a Napoleón Bonaparte, con motivo de la conmemoración en el Instituto de Francia de los 200 años de la muerte del Gran Corso, en Santa Helena, en 1821. Su discurso tiene un toque de actualidad para nosotros, porque su argumento central es que no se puede juzgar el pasado con la óptica del presente, sino más bien por lo positivo que sobrevive de ese pasado, siempre cruel.

Napoleón es el mejor ejemplo para distinguir entre sus excesos y sus virtudes. Entre la destrucción que generó y las instituciones que creó. De él dijo Chateubriand, su adversario, que había matado a cinco millones de franceses, “vivo no le hace falta al mundo, muerto le pertenece”.

El juicio de Macron es severo pero generoso. Después de todo Napoleón es el último gran conquistador francés. Europa a sus pies, aunque no por mucho tiempo. Vienen luego las derrotas: la guerra franco prusiana, las dos guerras mundiales, en las cuales la salva Estados Unidos, Dien Bien Phu. Napoleón es la gloria de Francia. Su vida tiene un eco íntimo en nosotros, dice Macron.

Como corresponde a los tiempos que corren, cuando está de moda derrumbar estatuas, no quiere hacer el Presidente de Francia una apología del héroe, como sucedió con el fastuoso espectáculo del retorno de su cuerpo a Francia en 1840. Toda una flota presidida por el Príncipe de Joinville, hijo menor del rey Luis Felipe de Orleans, recoge el cuerpo en Santa Helena. Un barco que remonta el Sena lo lleva a París en un catafalco dorado de 10 metros de altura. El retorno es un desastre político. Molesta a los Bonaparte pues les parece que el último monarca del antiguo régimen, rama menor de los Borbones, se lucra con el episodio. Pero Luis Felipe, cuya monarquía tambalea, se arrepiente tarde. El retorno no es una floración de la gloria de Francia, que fortalezca a su gobierno, sino el germen de su caída.

Años después, cuando la tumba imponente de Los Inválidos está terminada, corresponde a su sobrino Napoleón III colocar el catafalco en ceremonia privada en su sitio final, “a las orillas del Sena, en medio del pueblo francés que tanto amé”, como lo había escrito en su testamento.

El inventario de los errores, según Macron, es interminable. El principal cuyo juicio deja a los historiadores para no meterse en honduras, la traición a los ideales de la revolución francesa, republicana y laica: el establecimiento de un imperio, el concordato con la Iglesia Católica. El Emperador casado con una sobrina nieta de María Antonieta, quien había perdido la cabeza a nombre de esos ideales. Pero también, el despilfarro de la nueva familia imperial; el restablecimiento de la esclavitud, abolida por la Convención Nacional y restablecida para proteger a los cultivadores de Haití, lo cual produce una guerra que pierde; su desinterés por los miles de muertos en combate.

Pero también los códigos civil y penal, con su espíritu de respeto por los derechos individuales aún vigente; el haber dado forma moderna al Estado y a la administración pública, el haber recogido toda la herencia de la Ilustración: la razón, la ciencia, la técnica, la cultura. La Campaña de Egipto, que fue un fracaso militar, aún perdura por haber rescatado de la arena a la antigua civilización egipcia, en un esfuerzo científico sin precedentes. No todas las estatuas hay que derribarlas.

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