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Jotamario Arbeláez

Opinión

La muerte canta victoria

La Muerte ofreció perdonarme la vida si pasaba agachado. Si no ponía mi grito en mitad del cielo contra los armadores de la camorra.

4 de julio de 2023 Por: Jotamario Arbeláez

Ayer se cumplieron 20 años de la muerte de Humberto Navarro, el nadaísta novelista de Medellín, a cuya billetera se debió la publicación del Primer Manifiesto Nadaísta en 1958. Hace 20 años escribí esta columna en este periódico, que pido permiso para reproducir. Fue un grande de la literatura con una obra que algún día se terminará por entender. Miren si encuentran en librerías de viejo Alguien muere el grito de la garza, El amor en grupo, La casa del Palomar del Príncipe, Pescador de imágenes, Juego de Espejos.

Tomé el autobús de la poesía y me bajé en la estación que no era. En lugar de una sociedad feliz dorada por el sol de la Utopía lo que me encontré fue un matadero. Por donde pasaba la vista sólo encontraba cuerpos cayendo. Abatidos por los plomos del odio. No sólo hombres y mujeres; también niños, que rodaban por el tobogán del desfiladero, y hasta los animales del campo despellejados vivos para pavor de sus dueños. Ya el autobús había partido de retorno a la infancia y no me quedaba más remedio que enfrentarme a la Muerte con mis costillas flotantes y mi ya vieja aunque nunca obsoleta mamadera de gallo.

La Muerte ofreció perdonarme la vida si pasaba agachado. Si no ponía mi grito en mitad del cielo contra los armadores de la camorra. Si permitía que una pila de verdugos con distintas sierras continuaran rebanando cabezas. Sólo tenía yo una cabeza para perder, pero bien pegada a su tronco. Le dije a la Muerte que no me comprometía a comer callado sabiendo que entretanto sus secuaces amenazaban con dejarme sólo. De qué vale la vida por los anchos corredores de una existencia sin camaraderías.

En vista de que eres poeta, me dijo, voy a permitirte que apostrofes al viento, porque bien sabido tengo que las palabras del poeta no tienen tímpanos qué impresionar. Pero has de saber de mí si te pasas de listo. Acepté la gracia. Y desde este lugar increpo hoy a los que hacen la guerra, los grandes industriosos de la muerte, los que venden y compran armas. Los que fabrican fraudes, los que desfalcan entidades de servicio social. Puede ser que en el aire reboten mis palabras pero tengo la esperanza de que algún día las paredes me oigan, y hasta las sordas tapias. El cuerpo de Colombia no soporta más muerte. Ni más muerte ni más guerra. Me juego la cabeza cantando. ¡Guerra a la guerra! ¡Muerte a mala muerte!

Escribí este texto como introducción al recital de reconciliación con el poeta Juan Manuel Roca en el Convenio Andrés Bello, “Que la guerra nos dejé en paz”. Al otro día, el domingo, madrugué a visitar a mi amigo el novelista y poeta Humberto Navarro, “Cachifo”, para leérselo en su casita campestre de la población de Cogua, cerca de Zipaquirá. Estuve llamando un buen rato. Iba con Claudia, mi mujer, y el poeta Babel Jarales, también médico. En vista de que no abría, penetramos por un agujero en la cerca. Debería estar dormido. Desde su ataque de apoplejía hacía un mes estaba alejado de los amigos, de la ciudad, de su dromomanía galopante. Estaba abierta la puerta de su habitación y en su camita reposaba, oyendo el Réquiem de Mozart en la emisora dirigida por Bernardo Hoyos.

Levanté la botella de aguardiente para saludarlo, pero no le hizo gracia, no despertó. Le toqué la cara para despabilarlo y estaba fría. Se lo llevó la Muerte, me dije. El médico poeta que había entrado detrás de mí le tomó el pulso y certificó su deceso. En su mesa de noche había una edición de la Constitución política de la República de Colombia, la Ley de Derechos de Autor, las Baladas de Mario Rivero, un diccionario español-francés y la Tabla de Logaritmos.

De los ‘Trece poetas nadaístas’, esa antología publicada por el “profeta” en el año sesenta, se han ido siete. Los seis sobrevivientes te preguntamos. “Muerte, ¿está aquí tu victoria?”.

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