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José Antonio y Miguel

El solemne funeral, donde era imposible no conmoverse, fue el episodio final de creación de un enorme capital político que está esperando quién lo recoja.

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Óscar López Pulecio
Óscar López Pulecio | Foto: El País

30 de ago de 2025, 01:53 a. m.

Actualizado el 30 de ago de 2025, 01:53 a. m.

El 20 de noviembre de 1936, como consecuencia de una insurrección fracasada contra la II República Española, en cumplimiento de una sentencia por conspiración del Tribunal Supremo de la República, José Antonio Primo de Rivera fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Tenía 33 años. Era el fundador y líder supremo de la Falange, un movimiento de extrema derecha que buscaba por todos los medios posibles la caída de la República. Arrollador en su prosa y en su verbo, hijo de Miguel Primo de Rivera quien había gobernado a España como dictador entre 1923 y 1930, era el mártir que Francisco Franco, jefe del bando militar sublevado contra la República, necesitaba para legitimar su llegada al poder. Desde 1938, cuando Franco inició su mandato hasta su muerte en 1973, el mito de José Antonio no hizo más que crecer.

Cuando Franco muere, su tumba en la catedral tallada en la roca del Valle de los Caídos se coloca al lado de la de José Antonio. Así de importante fue para el régimen. Sin embargo, son muchos los testimonios que aseguran que no se querían y que había entre ellos una enorme desconfianza. Para Franco, José Antonio era un ‘muchacho’ cuyo liderazgo le incomodaba. No salía Franco, pequeño, poco atractivo, reservado, bien librado de la comparación con el atractivo, el carisma, la juventud y el arrojo de José Antonio. A este, Franco le parecía demasiado prudente y calculador, lejos del liderazgo que se esperaba para ganar la guerra civil.

Hoy puede verse con claridad la manipulación que el Franquismo hizo de esa muerte. Lo que creó el Tribunal Supremo de la República con su sentencia fue un mártir. Los retratos de Franco y José Antonio estaban uno al lado del otro en todos los espacios públicos. Era el patriota defensor a ultranza de la tradición violentada por la República, que había sacrificado su vida por los ideales católicos y monarquistas frente al comunismo ateo derrotado en el campo de batalla. Una historia formidable producida por la propaganda oficial que le produjo grandes beneficios políticos al régimen interminable.

La historia se trae a cuento para decir que no hay nada nuevo bajo el sol. Es una pena ver la manipulación política de un episodio tan doloroso e infame como el asesinato de Miguel Uribe Turbay, joven, carismático, el senador más votado del Centro Democrático, figura destacada de la oposición, sacrificado en pleno ejercicio de su labor proselitista. “Nuestro mártir”, como lo calificó el expresidente Álvaro Uribe Vélez, a quien en pleno funeral el padre del senador le devolvió sus banderas, y cuya memoria se espera cumpla un papel importante en la próxima elección presidencial.

Se dice que los demás candidatos del Centro Democráticos no veían con buenos ojos la llegada de Miguel Uribe a la contienda por la candidatura del partido. La consideraban una imposición por el expresidente Uribe de alguien que era un recién llegado a esas huestes, con más veras cuando iba punteando en las encuestas del grupo. El atentado lo catapultó a un primer lugar en la intención general de voto y eso alentó la esperanza de su recuperación contra toda evidencia médica. El solemne funeral, donde era imposible no conmoverse, fue el episodio final de creación de un enorme capital político que está esperando quién lo recoja. Absurdas ambas muertes, José Antonio y Miguel, muy distintas historias; en común: sus memorias juveniles en manos de curtidos políticos.

Abogado especializado en Ciencias Socioeconómicas. Ha sido embajador de Colombia ante la Asamblea General de la ONU, Cónsul General de Colombia en el Reino Unido, Gerente Regional de la Caja Agraria y Secretario General de Anif y de la Universidad del Valle.

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