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Después de ocho meses encuevada llego al Bonilla Aragón. Volver a subirme en un avión, esa mezcla de adrenalina y pavor que me producen esos aparatos.

5 de octubre de 2020 Por: Aura Lucía Mera

Después de ocho meses encuevada llego al Bonilla Aragón. Volver a subirme en un avión, esa mezcla de adrenalina y pavor que me producen esos aparatos que como a los albatros sus alas de gigante le impiden caminar y sin embargo se elevan majestuosos y altivos. Aves de acero, frágiles y poderosas, desafiantes y flexibles.

El aeropuerto en perfecto orden, temperatura, desinfectante, tapabocas, caretas, distancias, como un mecanismo perfecto. Los de última fila de primeros, los de primera de últimos, como dice la santa Biblia. Me sentí como cualquier personaje de las distopías de Margaret Atwood, mitad humana, mitad robot o marciana. A nadie se le ocurrió toser o estornudar a pesar de las cosquillas en la nariz que producen los bozales.
Lo hubieran tirado por la ventanilla. Todo silencio, nada de carritos con gaseosa, solo los ruidos de las turbinas y el estruendo del tren de aterrizaje cuando saca esas ruedas poderosas y los alerones se bajan para cortar el viento. De resto, hora y media de silencio. Un avión repleto de silencio.

Llegar a Cartagena. Oler a mar, sentir ese calor pegajoso, volver a sentir que el mundo existe más allá de la terraza del apartamento o el supermercado. Los taxis con un plástico que separa al conductor del pasajero, vidrios abiertos, nada de aires acondicionados y silencio. Nadie se atreve a abrir la boca.

Cartagena en octubre, nubes pesadas que amenazan lluvia en vísperas del ‘cordonazo’ pero que el viento se lleva hacia el interior, y de nuevo la ciudad se despeja abriéndole paso a un sol misericordioso envuelto en brisa. Las playas vacías, solo las olas que besan la arena y algunos caminantes mojando sus pies en la espuma. De nuevo el silencio es el protagonista. Las voces variopintas ofreciendo masajes, perlas, gafas, frutas, ceviches, agua’e coco, negociando carpas, bananos acuáticos, tablas, se han evaporado. También las mujeres de ébano con sus turbantes de colores y los jóvenes de torso desnudo, sudorosos y ágiles.
Bandadas de pelícanos vuelan a ras de agua, los peces están cerca, no hay lanchas que temer. El bullicio pasó a ser recuerdo, el presente es de nuevo la naturaleza sin aglomeraciones ni ruidos.

Una sensación extraña. Los atardeceres se empeñan en teñirse de fuego como queriendo incendiar el mar para luego atraparlo en el negro de la noche, como un telón que cae uniendo con el horizonte sin línea divisoria. Las noches espesas y oscuras. No se ve ninguna estrella, deben estar en descanso cósmico.

Me desconecto de la realidad inventada del mundo exterior y me meto en la realidad del cosmos, esa realidad real que nos mira indiferente, ajena a nuestras pequeñeces, ese universo que sigue girando y no sabe de sangre, ni venganzas, ni egos enfermizos. Siento que al planeta le va mejor sin nosotros y que el coronavirus llegó para que al cortarnos el oxígeno, el Planeta Azul tan salvajemente destruido por nosotros pudiera respirar.

Me meto en el silencio, en los libros, en caminar al atardecer sintiendo la arena mojada en espuma jugar con mis pies. Miro los rojos de fuego que incendian la tarde y me pierdo en el infinito del infinito del mar. Deseo la Paz, la simplicidad compleja del silencio, la tranquilidad de la contemplación sin expectativas.

Me alejo y de lejos, sin dejarme tocar las emociones, me entero de la demencia diaria, pero estos días permaneceré autista, tratando de fundirme como enseña la Desiderata cuando nos recuerda que somos parte del universo, hechos del mismo polvo de las estrellas y nada más, simples, pasajeros de un planeta destinados a regresar al origen, que recibimos el regalo de la vida sin saberlo ni agradecer ni aprovechar, inmersos en el odio, el egoísmo, la soberbia, el poder, el dinero y la mentira.

Sí, estos días los dedicaré a mirarme en el mar. ¡A pedirle que nos devuelva la cordura y la paz!

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