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Del 27 al 30 de octubre Cali seguirá viviendo la salsa, con todos los eventos gratuitos que ofrece la versión 17 del Festival Mundial de la Salsa | Foto: Fotos El País

SALSA

Tributo a la salsa caleña: Cali, una ciudad que nació bailando

Un recorrido por esos primeros ritmos que llegaron a la Sultana del Valle, en las fondas y tiendas de paso; luego, en las emisoras y radiolas de antaño, hasta llegar a los años maravillosos de los bailaderos, las casetas y la irrupción de la salsa. Así empezamos nuestra serie musical de fin de año, en homenaje a la cultura caleña.

23 de diciembre de 2022 Por: Oscar Jaime Cardozo Estrada, Colección Planeta Salsa Casa-Museo

Desde las épocas inmemoriales de mediados del siglo XIX, la cultura popular bailable tuvo a Cali como un epicentro en el que se consumían en fiestas y festejos, los bambucos, guabinas, torbellinos y pasillos que nos llegaban de la región andina colombiana. Ritmos que se asomaban de manera decidida a las pequeñas fondas y tiendas de paso, en las que el transeúnte desprevenido, muchas veces cansado de largas jornadas de trabajo y de desplazamientos a lomo de mula, encontraba el asueto al calor de una cerveza hecha en casa o un buen guarapo o chicha fermentada de maíz y cáscara de piña, bailando con alguna hija de vecino que se atreviera a entrar a estos sitios llenos de alegría, pero también de la tosquedad propia del arriero. Es la primera mitad del siglo pasado y ya sonaban y se bailaban bambucos interpretados por Obdulio y Julián, dueto creado en 1927, o por el dueto de Garzón y Collazos (1938) entre otros.

Es hasta 1940 cuando se crea el bambuco fiestero, por inspiración del tolimense don Milciades Garavito Wheler, ritmo que como su nombre lo sugiere, es un bambuco más rápido que el bambuco tradicional, el cual se volvió pieza de baile alegre y parrandero, permitiendo a las parejas demostrar su talento dancístico en una pista, disfrutando y creando pasos para adornar los aires andinos colombianos que llegaban para su disfrute.

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Solo por nombrar algunos bambucos fiesteros como Copetoncita, en la interpretación del tiple de Jaime Peña, Espinita Venenosa en la voz de Hernando Rojas, respaldado por la orquesta de Milciades Garavito o en la internacionalización de nuestra música colombiana, San Pedro en El Espinal interpretado por el argentino Eduardo Armani y su orquesta.

La radio llega a Colombia el 8 de diciembre de 1929, bajo el mandato del presidente Miguel Abadía Méndez, quien puso en el aire la señal de HJN, que después se llamaría Radiodifusora Nacional de Colombia, que es la primera estación de radio de la que se tenga noticias en el país. Poco a poco nóveles empresas radiales van naciendo y venciendo los obstáculos geográficos, buscando masificar la llegada de la señal hasta lugares recónditos de la geografía nacional, donde la esperaban los radios receptores, Phillips, Telefunken o Philco, que se empezaban a vender en todas las regiones del país, los cuales traían un sistema especial de onda corta, que permitía sintonizar emisoras ubicadas a miles de kilómetros.

Cali fue, desde siempre, tierra fértil para las expresiones musicales que poco a poco se convirtieron en parte del día a día de una ciudad amante de la melodía, en sus diversos géneros, hasta la llegada de su majestad la salsa.


Así es que en el país se empezó a captar la señal de emisoras del continente, pero por el carácter alegre e innovador del caleño, se crearon antenas caseras que permitían escuchar fuerte y claro las emisoras ubicadas en islas mar adentro, como las cubanas Radio Progreso o CMQ, recibiendo la señal casi que como una emisora local. Empieza el melómano y el bailador a conocer la música antillana en interpretaciones de la Sonora Matancera, la Orquesta América, la Orquesta Melodías del 40, el Trío Matamoros, La Banda Gigante de Benny Moré y otras, impactando su música alegre, interpretada por músicos del pueblo para el sabor del pueblo. Empiezan a llegar las victrolas y radiolas para sonar, no solo en los grilles y metederos de la época, sino también en las casas de familia.

Los discos a 78 RPM y luego los de diez pulgadas a 33 RPM, conocidos como 4x4, empezaron a ser traídos por marinos mercantes que llegaban a Buenaventura, el primer puerto sobre el Pacífico colombiano. Ahí se da un gran cambio estructural en la cultura del baile en Cali. Ya se quería bailar chachachá, guaracha y son. Atrás iba quedando el bambuco fiestero y el bunde que llegaban desde el Tolima.

A los bares y cantinas de la zona de tolerancia y sitios de la calle 19 entre carreras 11 y 14 del barrio Sucre, llegaban los discos que sonarían y harían la diferencia entre uno y otros sitios, aunque todos los bares y cantinas tenían la costumbre de hacer acompañar la música fonograbada, por un timbalero que seguía con el golpe del tambor y el platillo, el ritmo de los mambos y guarachas que sonaban para el disfrute dancístico de camajanes y damiselas, que acudían al llamado de la rumba antillana y entre sudor, tabaco, aguardiente y maquillaje, la música bailable solo era una excusa para gozar y permitir el acercamiento físico en las parejas, quienes noche a noche llegaban desde muy temprano para coger buena mesa en sitios como El Mogambo, Lobaima, La Atlántida, El Bajalú, El Fantasio y otros como Mis Noches, Acapulco y El Maizal.

La música antillana era la que se bailaba en el arrabal, en los estratos bajos. En contraste, en los clubes de la alta sociedad, se bailaba la música que llegaba del caribe colombiano. Porros, cumbias, merecumbés hacían la delicia de los clubes sociales con orquestas como La Billos Caracas Boys, Los Melódicos, Pacho Galán y la del tulueño Edmundo Arias Valencia.

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Eran big band de 20 y 25 músicos, lo que hacía que se dificultara la contratación, por temas económicos. Surgen entonces los pequeños formatos en cuartetos y quintetos. Los Teen Agers y los Golden Boys en Medellín y los Bobby Soxers, en Cali, quienes seguían tocando la música tropical, pero ya con un formato orquestal más pequeño, además que dejaron el vestido entero y el elegante atril de las grandes orquestas, para lucir prendas acordes al movimiento que en el rock and roll, lucían los jóvenes de la Nueva Ola. Esto funcionó hasta 1968, porque como tenía que ser, cumpliendo las estrictas disposiciones del destino, la salsa llegaría a Cali para quedarse, para ser adoptada como su hija favorita y traer millones de momentos de felicidad y euforia a melómanos y bailadores.

Es diciembre de 1968, inicia la XI Feria de Cali y dos jóvenes nuevayorkinos, que venían contratados como plan B, ya que el artista que se iba a traer era Tito Puente, quien precisamente fue el que los recomendó, llegan para presentarse en la Caseta Panamericana, con capacidad para recibir a mil quinientas parejas bailando, en la pista ubicada donde actualmente se lleva a cabo el Encuentro de Coleccionistas de nuestro certamen ferial.

Literalmente la cultura del baile popular en Cali se partió en dos, llegó la salsa y nació un mito de ciudad, de la Cali que la acogió para sí en un matrimonio indisoluble para la eternidad. Marcó a los jóvenes rebeldes de la época, que consumían drogas, al igual que los dos jóvenes músicos que llegaban de Nueva York y que imponían su música con fuertes y claros arreglos sinfónicos y de influencia de Juan Sebastián Bach, untada del pop inglés que vendían The Beatles, pero soportada sobre la gran envergadura de la música latina mezclada en una amalgama de sabores y saberes macerados en las calles de la gran manzana, atendiendo las influencias musicales que venían de Cuba, Puerto Rico, Perú, Panamá, República Dominicana y Colombia.

Así empieza todo este cuento de la salsa en la capital vallecaucana, en la por siempre Sultana del Valle. Es verdad que Richie Ray y Bobby Cruz habían estado antes de venir a Cali, en Barranquilla, pero allá no pasó nada o al menos, no pasó lo que en Cali, ciudad donde la salsa se volvió un mito, donde nos apropiamos de ella y ella de nosotros. Con la Salsa, la juventud de tendencia hippie, del paz y amor que habían escuchado de sus mayores y del recuerdo de lo que quedaba del Woodstock, trataba de mantener la bandera de la rebeldía juvenil, sibarita y bohemia, sobre un ambiente musical propicio.

No podía ser que un rebelde sin causa, posara sus frases de independencia de pensamiento, en obras tropicales con influencias de Benny Goodman o de Glen Miller. Eso era como poner en una cantina con aires folclóricos mexicanos, una canción de jazz. No era una época para que los jóvenes que venían de escuchar rock en inglés y algunas adaptaciones de rock and roll en español de la Nueva Ola, recibieran la música tropical de palmeras, mar y atardeceres, no, ellos querían escuchar sonidos más agresivos y eso era lo que representaba la salsa que llegaba desde la gran manzana con la voz de pito alto de Bobby Cruz y el piano interplanetario de Ricardo Maldonado Morales, Richie Ray.

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