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La travesía sonora del escritor Fabio Martínez

El escritor caleño Fabio Martínez emprendió un largo periplo literario por la música popular afroamericana, desde el barrio Harlem, en Nueva York, hasta el Río de la Plata, Uruguay, para ayudarnos a comprender a qué suena realmente este continente.

14 de junio de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA

El escritor caleño Fabio Martínez emprendió un largo periplo literario por la música popular afroamericana, desde el barrio Harlem, en Nueva York, hasta el Río de la Plata, Uruguay, para ayudarnos a comprender a qué suena realmente este continente.

Uno de los recuerdos más poderosos que conserva de su infancia el escritor y catedrático caleño  Fabio Martínez está atado a una vieja casona del barrio San Antonio, en donde un matriarcado parecía manejar los hilos del mundo. 

Su abuela, su madre y sus siete tías eras mujeres gozonas que amaban por igual la música y el baile. Y él, un niño fisgón que creció entre las faldas de todas ellas, arrullado por las cumbias y porros de Lucho Bermúdez y las canciones del Inquieto Anacobero, Daniel Santos. 

De esa niñez melódica nació un gusto por los sonidos afroamericanos que se le quedaron a vivir para siempre en el corazón y que ha nutrido  su literatura. Fabio ya nos había entregado su novela ‘El tumbao de Beethoven’ y ahora, también bajo el sello editorial Mirada Malva, nos abre las páginas de ‘Los viajes de la música’, que lejos de ser un frío ensayo, es un delicioso viaje por las melodías que hermanan esa larga región de fronteras imaginarias que nace en el legendario barrio Harlem de Nueva York y culmina en el Río de la Plata, en Uruguay y Argentina.

 De los hallazgos que encontró en ese periplo y que él supo empacar en su mochila de peregrino musical, conversamos con el autor.

¿Cómo nace, Fabio, ese enorme interés suyo por la música afroamericana?

Nací en la colina de San Antonio de Cali rodeado de mi madre, mi abuela y siete tías. Todas ellas eran jóvenes, bellas y rumberas. El viernes en la noche comenzaban a acicalarse frente al espejo para luego ir a bailar al grill Séptimo Cielo, el planchón de Juanchito, el Maryland y el Escalinata. Yo era el paje que les ayudaba a ajustarse un liguero o abrocharse un brasier. Luego se despedían de besito, y me dejaban el eco de sus tacones resonando en mi memoria. 

¿Y cómo ese recuerdo de infancia se convirtió en esa larga investigación que terminó en este ensayo, en ‘Los viajes de la música’? 

Desde joven he contado con dos cosas indispensables para investigar en música: pasión y una extensa discografía, que ha sido escuchada y bailada varias veces. La investigación primero fue vivencial; luego acudí a los estudiosos de la música afroamericana: Alejo Carpentier, Joachim Berendt, Alex Ross, Cristóbal Díaz Ayala, Peter Wade, Rafael Quintero y Alejandro Ulloa, entre otros. Leí unos veinte libros, una docena de crónicas y reportajes. Y, mientras leía, acudí a ‘Mr. Youtube’, donde se encuentra la babel de la música del mundo. 

Durante la presentación de este libro en Cali, usted comentó que su generación, antes de aprender a hablar, aprendió a bailar música cubana. ¿Cómo fue su propia vivencia con la música en su barrio?

En la casona de San Antonio, mis tías acostumbraban los sábados en la noche a hacer los famosos bailes de cuota. Mi abuelo tenía un picó de la RCA Víctor y allí se escuchaban el Trío Matamoros, el Trío La Rosa, Los Corraleros del Majagual, Lucho Bermúdez, Peregoyo y su Combo Bacaná y la Sonora Matancera. Luego vinieron las verbenas decembrinas, las casetas y la Feria de Cali. Todo eso me nutrió.

Estas páginas arrancan contándonos la historia del tambor y la manera como este instrumento (elemento sagrado de los esclavos) ha conversado con buena parte de las músicas americanas. ¿Qué implicó la llegada del tambor a América?

En mi libro la tesis es que en el viaje forzado que hicieron once millones de esclavos a América, estos lo perdieron todo, menos su espiritualidad, sintetizada en la música y el tambor. En su versión macho y hembra, el tambor africano es tótem, código secreto y lenguaje multirítmico. En el tambor se concentran los tres elementos esenciales de la vida: el reino vegetal (madera), el reino animal (cuero) y el reino humano (mano). ¿No le parece que el tambor africano es un artefacto multisónico por naturaleza?

Eso es cierto. Y precisamente de los negros esclavos nos quedó también esa tremenda espiritualidad con que se interpreta y se canta la música...

Los trasterrados de África aprendieron a sobrevivir en América gracias a la música. La música estaba ligada al mundo espiritual del ser o del muntú afroamericano. En las minas, en los hatos ganaderos y en las plantaciones de algodón y caña,  le cantaban a la vida, al trabajo y a la muerte. El concepto de ‘salsa’, que tanto se ha usado y abusado, es  muy restringido y opaca la etiología de la música, sus raíces y la riqueza de los géneros musicales. 

Es que se tiende a creer que en materia de música las fusiones son algo nuevo, pero en este ensayo usted demuestra que las primeras fusiones de que tuvimos noticia fueron el son cubano, la cumbia colombiana y el samba brasileño...

Sí. Los jóvenes posmodernos piensan que con ellos comienza el origen de la música, las fusiones musicales, el origen de la vida. Todo. Y no es así. Las fusiones musicales, como las  gastronómicas y las eróticas, se remontan al siglo XVI. Aquel siglo de oro y barbarie donde se mezclaron la cultura española, la  africana y la indígena. El son, como el bolero, es el resultado del Cancionero Español de Juan Alonso de Baena, que venía en los barcos; del tambor africano y de los instrumentos ideófonos de nuestros aborígenes. El conquistador Diego de Nicuesa, ambicioso, fanfarrón y sanguinario, quien tuvo secuestrada a la india Catalina, introdujo la guitarra en el Caribe.  

En ‘Los viajes de la música’, usted destaca también el aporte que hicieron los  europeos con la traída a estas tierras del romance español. ¿Cuál fue el real aporte histórico de ese romancero?

A América no solo llegaron la cruz y la espada, las biblias y los cálices. También libros de gran importancia, muchos de ellos prohibidos por el Santo Oficio: El Quijote, La Celestina y, por supuesto, las poesías de Jorge Manrique, Lope de Vega y Luis de Góngora y Argote. La décima que se canta en el Caribe y el Pacífico viene del poeta y decimero andaluz Vicente Espinel.

Ya que hablamos del romancero español, este libro repasa además el papel de la poesía en nuestra música. Esos versos que iban naciendo entre socavones y plantaciones de caña y tabaco o en la pluma de autores como  Neruda...

La poesía hecha por negros desde Langston Hugues y Nicolás Guillén hasta Helcías Martán Góngora, hoy hace parte de un legado literario muy importante. Lo que sucede es que al negro en las letras se lo ha ‘negriado’. De México a Argentina, la literatura negra no hace parte del canon literario de los departamentos de literatura, y siempre se la ha visto como algo epigonal.  Imagínese que el gran pionero de la poesía negra americana fue Candelario Obeso, y nació aquí, en Mompox, Colombia, y todavía los colombianos no nos hemos dado cuenta.  

Algo parecido sucede con la música del Pacífico colombiano...

En Cali los talibanes de la salsa han querido hacer una pisión odiosa entre la música del Caribe y  la del Pacífico, sin comprender que estas dos corrientes musicales hacen parte de la gran vertiente de la música africana. La música del Caribe y el Pacífico están hermanadas por el tambor. Lo que sucede es que la de Cuba y la de Puerto Rico tuvieron un desarrollo impresionante cuando migraron a Estados Unidos y se fusionaron con jazz. En cambio, la música del Pacífico, como sus habitantes, siempre se miró como el patio trasero del país. Sería bueno que en el Festival Petronio Álvarez coincidieran músicos de ‘salsa’ con músicos del Pacífico, ver qué sale de ahí. El Petronio debe ser menos un movimiento social usado para hacer politiquería y más un evento  con talleres musicales, intercambio de experiencias entre folcloristas y profesionales, entre autores de música autóctona y urbana.

Este viaje que Fabio Martínez nos propone se hizo a través de una larga costa que está hermanada: desde el delta del Río Mississippi hasta el delta del río Paraná. ¿Cuál es la mejor manera de emprender esta travesía para entender la riqueza de nuestra música?

Mi generación, la del 70,  comprendió que el continente también se podía explicar a través de la música. Los jóvenes hoy en día han comprendido que el tambor representa el ritmo del corazón. Por eso,  su viaje es intenso y extenso. No importa si lo hacen de la mano de ‘Mr. Youtube’ o, mejor aún, si cogen una  USB con cien mil melodías, unos buenos audífonos y una mochila, y se van a recorrer América desde el mítico barrio Harlem de Nueva York hasta La Habana; desde La Perla, en San Juan, Puerto Rico, hasta Buenaventura. 

Su viaje termina con algunas músicas que son incomprendidas: las urbanas. Entre ellas están el hip hop y el rap. ¿Qué rescata Fabio Martínez de esas sonoridades?

Las músicas urbanas son el resultado de las migraciones a la metrópoli. El rap es la lírica del asfalto; es la décima de la protesta social, la retahíla monorrítmica del mundo contemporáneo. La champeta y la salsa choque vienen de los bailes del ‘semba’, que en lengua Kumbundú, quiere decir ‘ombligo’, bailes del bajo vientre. Y en ese sentido yo creo que tienen alguna riqueza. 

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