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La huella de Japón en el Valle del Cauca

En 1929 llegaron los primeros inmigrantes japoneses a Buenaventura huyendo de un Japón pobre y opresor. Y fue justamente en el Valle donde encontraron su tierra prometida: un fértil suelo bañado por las aguas del río Cauca.

5 de octubre de 2014 Por: Beatriz López y Aura Lucía Mera | Especial para GACETA

En 1929 llegaron los primeros inmigrantes japoneses a Buenaventura huyendo de un Japón pobre y opresor. Y fue justamente en el Valle donde encontraron su tierra prometida: un fértil suelo bañado por las aguas del río Cauca.

No había manera de que la pequeña Shinobu Kuratomi, de apenas 6 años, intuyera que ese misterioso viaje que emprendía desde Tokyo hasta aquel lejano puerto llamado Buenaventura sería el comienzo de la diáspora japonesa que, décadas después, dejaría la más profunda huella en la agricultura del Valle del Cauca.Escasamente entendería entonces que era inminente huir de Japón. Que había que escapar de una buena vez de ese panorama desolador en el que cada uno de sus habitantes era acosado por el hambre. Solo años después Shinobu entendería que ella y su padre Isoji Kuratomi, junto a otras 20 personas, huían, en realidad, del desastre ocasionado tras 300 años de encierro y aislamiento de su país, fruto del Shogunato instaurado el 24 de marzo de 1603 por el Shogun Tokugawa, quien gobernó al Japón a su antojo a través de una dictadura militar.Fueron 17 generaciones las que permanecieron aisladas del resto del mundo, incluida la de Isoji, su padre, quien, tras la anhelada apertura de su país -luego de la firma del Tratado de Kanagawa en 1854-, soñó por fin en un mejor futuro para él y su familia. Ese futuro los esperaba en el esplendoroso Valle del Cauca. Corría el año de 1929. La travesía por mar desde la bahía de Tokyo hasta Buenaventura duró 37 días. Y como el puerto aún no tenía muelle, el barco fondeó cerca a la Bocana. Allí, Shinobu (Lola, desde su arribo a Colombia) que nunca había visto un afro, se llevó su primer susto cuando su abuelo la cargó y se la entregó a un negrito, sin camisa y pantalón cortico, quien la depositó en una lancha junto a su equipaje rumbo a Buenaventura.Quien cuenta esta historia es Diego Kuratomi, hijo de Shinobu, que durante años escuchó de boca de su madre esa historia entre nostálgica y esperanzadora de una multitud de japoneses que emigraron en busca de una tierra prometida. Hoy, este ingeniero mecánico de la Universidad de los Andes funge como director cultural del Centro Colombo Japonés ubicado en el Barrio Granada. Desde esa suerte de ‘bunker’ que es el Centro, nos cuenta que seis años después de la llegada de su madre a Colombia, en 1935, llegó el segundo grupo con 102 personas. Entre ellos venía Kiyoshi (Pablo) Kuratomi, quien a la postre se convertiría en su padre.Para entonces Isoji, Shinobu y cuatro familias más ya se habían establecido en Corinto, Cauca, en pleno pie de monte. Allí sembraron fríjol, pero como las tierras no eran aptas, las cosechas se malograron. No había tractores y tumbaron monte con hacha y machete. La siembra era a mano y a punta de chuzo. Algunas veces los terrenos se removían con yuntas de bueyes.Cuenta Diego que las primeras noches durmieron en cambuches, “desde donde se veía la luz de la luna”. Así lo describiría años más tarde Shinobu (Lola) en un libro que escribió en 1979 junto con otros sobrevivientes de la primera migración de japoneses a Colombia.Con la llegada de este nuevo contingente, los Kuratomi acogieron a Kyyoshi, de 17 años, según un convenio de patronazgo en el que él debía trabajar sin salario durante 8 años, a cambio de manutención y enseñanza del oficio, dentro de la más férrea obediencia.Shinobu tenía 12 años cuando llegó Pablo. Y en el transcurso de esos 8 años se enamoraron y se casaron. Pero no la tuvieron fácil los japoneses. Al menos no al principio. Recuerda Diego que los Kuratomi y demás emigrantes vivían en aquella época en una hacienda que hoy se llama Ucrania, cuyo propietario inicial era Vicente Irurita. “Cuando comenzó la ll Guerra Mundial, el gobierno norteamericano pidió al entonces presidente de Colombia, Eduardo Santos Montejo, capturar a los extranjeros que no pertenecieran a los aliados: alemanes, italianos y japoneses”.Gracias a la complicidad de la Policía de Corinto, que conocía a esta comunidad desde hacía cerca de 15 años, se escondieron para evadir las órdenes de captura y la expropiación de sus bienes. Fue entonces el mismo Vicente Irurita, propietario de una empresa de buses y camiones, quien decide comprarles las tierras de nuevo. “Parte de la colonia se dispersó y al abuelo Kuratomi lo condujeron preso a Sabaneta, el campo de concentración de Fusagasugá, donde compartió la reclusión con alemanes e italianos, a quienes se acusaba de compartir la ideología de Hitler y Mussolini”.Después de la guerra, los japoneses regresaron pero esta vez a Palmira y sus alrededores. Allí llegaron 80 familias atraídas por sus fértiles tierras a menores precios que los acostumbrados. Los Kuratomi, los Tanaka y Los Morinitsu de desplazaron por Palamseca, Guanabanal y La Herradura en donde sembraron grandes extensiones de frijol, maíz, sorgo y soya. La caña vendría después. Fue allí, en Palmira, en el centro de ese fértil Valle, donde nació Diego hace 60 años. Casado con colombiana, tiene acento valluno, pero una estricta formación nipona. Es amable, agudo, culto como una enciclopedia abierta. “Yo estoy en las dos orillas”, dice. “A veces me sorprenden actuaciones de uno y otro lado, que todavía no asimilo”. Es un convencido de que “los colombianos son más inteligentes que los japoneses, lo que pasa es que nosotros, durante milenios hemos practicado e interiorizado tres principios que aquí todavía no se practican: respeto, disciplina y paciencia. Los llevamos en los genes y, tal vez esta es la causa para que Japón sea una de las potencias mundiales”, afirma.Sostiene que a ellos les falta lo que en Colombia sobra: la calidez, la capacidad para ser felices y la inteligencia innata que los lleva a sortear cualquier dificultad. Y agrega que mientras en Colombia es más importante la vida, en Japón lo es el honor. Si en Japón alguien cae al suelo, nadie lo ayuda, pues podría hacerlo parecer débil. Allá prima el respeto por las instituciones, acá por el individuo. Cuando un japonés pierde el honor, se suicida. Y, ¿todavía se hacen el harakiri? le preguntamos, y responde: “Ahora solo se practica entre las mafias”.Confiesa que los japoneses son muy machistas: “La mujer siempre debe caminar tres pasos detrás del hombre. Sin embargo, el hombre le entrega la totalidad del salario a la esposa. Respecto al sexo, no le ponemos tanta trascendencia como en estos países de cultura católica, es algo más recreativo. Las infidelidades no son cuestión de vida o muerte”, dice entre risas.Antes de despedirnos, Diego nos recomienda películas como ‘El último Samurai’, para entender mejor la era Shogun, y los escritores modernos japoneses como Haruki Murakami, escritor pop, que podría ganar el Premio Nobel de Literatura, autor de ‘El pájaro que la da la vuelta al mundo’ y ‘Al sur de la frontera’. También ‘Yo soy un gato’ de Natsume Soseki, el escritor más querido del Japón.Entonces salimos convencidas de que hay mucho por aprender de Japón.Una historia de amorInés Sanmiguel, antropóloga santandereana egresada de la Universidad de Los Andes, es la persona que ha investigado más minuciosamente la llegada de los japoneses a Colombia. En uno de sus libros cuenta la historia de Yuzo Takeshima, profesor de filología de la lengua hispánica a mediados de los años 20 en la Universidad de Tokio, quien después de leer la novela ‘María’, quedó maravillado con la descripción de las paradisiacas tierras colombianas.Takeshima tradujo algunos capítulos y los publicó en el periódico de la Universidad. En l923 un grupo de amigos: Matsuo, Nakamura, Nichikuni y Shima cruzaron el Pacífico, entusiasmados con las descripciones del Valle en el libro de Jorge Isaacs. En Cali, Koichi Tamura, dueño de un hotel-restaurante, les dio una carta de recomendación para trabajar en el Ingenio Manuelita. También el entonces secretario de agricultura del Valle, Ciro Molina, los vinculó a otras haciendas como mecánicos y tractoristas en la Estación Agrícola y Experimental de Palmira.Takeshima se convirtió en una especie de representante de los orientales en Colombia. Pero en l942, a raíz de la II Guerra Mundial fue recluido en el campo de concentración de Fusagasugá. Diego Kuratomi, sin embargo, tiene una versión más romántica de la presencia de Yuzo en Colombia. Después de leer ‘María’, dice que Yuzo se dirigió a la Embajada de Colombia en Japón en donde conoce a la hija de un cafetero de Manizales. Le pide que le traduzca la novela completa y termina por enamorarse de ella.La muchacha se regresa a Colombia y él promete visitarla. La agencia de Ultramar en Japón busca a Yuzo que domina el español para que investigue las posibilidades de conformar una granja agrícola en el Valle del Cauca. Aprovecha la ocasión y visita a la familia de su novia, quien lo rechaza de inmediato. Le prohíben a la joven que tenga alguna relación con el japonés. Ella se va al convento y Yuzo nunca se casa. En Cali se vincula a Cerámicas del Valle, de la firma Mitsui y muere en Los Llanos en 1971.

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