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El gringo que puso a sonar a Aguablanca

Un neoyorquino que soñaba con enseñar música en una de las zonas más pobres de Cali. Una banda de niños del barrio Andrés Sanín que hoy, gracias a él, suena afinada. Esta es la historia de Frank Lotrario y la orquesta San Basilio.

19 de julio de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA

Un neoyorquino que soñaba con enseñar música en una de las zonas más pobres de Cali. Una banda de niños del barrio Andrés Sanín que hoy, gracias a él, suena afinada. Esta es la historia de Frank Lotrario y la orquesta San Basilio.

Linda Viviana busca entre las hojas que tiene sobre el atril la partitura de la canción por la que le pregunta el profesor Frank Lotrario esta tarde de viernes. Se llama ‘Big band bog’ y suena a jazz. La pequeña completa un par de semanas ensayándola con su flauta y a estas alturas el tiempo parece correr en contra: debe estar lista para un  “evento muy importante que se hará en septiembre”. Un festival, corrige Frank, y enseguida grita emocionado: “¡El Ajazzgo!”.

La escena transcurre en un salón estrecho de paredes azules. Linda Viviana va persiguiendo con sus pupilas las notas de la partitura, los tiempos de la canción escritos en diminutas letras negras. Allegro, moderato, presto...

Otros 24 chicos, al unísono, intentan lo mismo. Unos interpretan flautas traversas, otros más saxofones. Nicolás hace sonar el barítono. Camila, la trompeta. Sebastián, el trombón. Willy vierte intactas las notas de su clarinete sobre el aire denso del salón. Luis castiga con unas baquetas un bombo y un timbal. Algunos instrumentos suenan distraídos, pero todos los chicos consiguen sacar adelante la canción.

Mientras, el profesor Frank, vestido de jean, camisa y sandalias negras, los observa con ojos mansos. Y desde un costado del lugar, junto a la puerta, les hace señas.

—“Respira, respira”, le indica a uno de los pequeños trompetistas.

Los muchachos se aventuran luego con las notas del Himno Nacional, se divierten con las de ‘The pink panther’, un clásico del jazz americano y terminan con ‘Latin celebration’. “Y pensar que hace un año —suspira el maestro— estos muchachos no distinguían una nota fa de una sol. Un clarinete de un fagot”.

El salón se levanta en una esquina del Colegio Nuestra Señora de la Asunción, en el populoso barrio Andrés Sanín, al  oriente de Cali. Todos, incluso el propio Frank, lo llaman Insa, a secas. Así lo aprendió este trompetista neoyorquino,  hace año y medio, cuando se presentó en la oficina del rector con un anhelo largamente aplazado: fundar una banda musical con niños caleños de escasos recursos.

Hoy la tiene justo enfrente y se llama San Basilio, la banda San Basilio. Porque sucedió que aquella vez ese rector, el padre Francisco Antonio Amico, terminó por confesarle al veterano músico que él estaba seguro —como que dos y dos son cuatro— que el arte tiene el poder de transformar vidas. Que él también soñaba para ese colegio que fundó, hace tres décadas ya, una banda afinada de estudiantes.

Dinero no había en todo caso. Tampoco la promesa de un sueldo. Lo sabía de sobra Frank que una tarde hizo cuentas y supo que para sacar el proyecto adelante y comprar los instrumentos eran necesarios, al menos, doce mil dólares, unos 24 millones de pesos.

La plata salió, en parte, de su propia billetera y también de los bolsillos generosos de cinco ‘padrinos’. Cinco de esos buenos amigos que Frank Lotrario ha sabido conservar durante los últimos 17 años. Desde esa ocasión en que por pura curiosidad, y gracias a la invitación de un músico cubano de la Orquesta Filarmónica de Cali, Ángel Hernández, pisó este país por primera vez.

Venía solo para quedarse por una semana. Nada más. Porque para entonces a su natal Nueva Jersey solo llegaban noticias amargas desde Colombia. De su violencia, de sus narcos, de la guerrilla. “La gente en Estados Unidos me previno mucho. Era como contar que venía a un país en guerra”, recuerda Frank.

Pero llegó. Y sin saber una sola sílaba de español. Ocurrió durante una Semana Santa, en la que la Filarmónica recorría la ciudad y se presentaba en parques, en iglesias, en museos. “Desde un comienzo me conecté con Cali. Con el clima, con la calidez de la gente. Con su sonrisa y con la manera como vive la música y cómo esa música me iba dejando buenos amigos, del Conservatorio,  de la Banda Departamental y la Universidad del Valle, a quienes les ayudaba a conseguir más baratos instrumentos y partituras de alta calidad en Estados Unidos”.

Al poco tiempo, visitar la ciudad comenzó a ser un asunto que se repetía cada tres meses. El músico se quedaba por un mes y se aseguraba de empacar en la maleta los deseos de volver. Al cabo de dos años, después de obligarse a aprender español a punta de diccionario y de perderse caminando por las calles caleñas por no saber cómo preguntar,  vendió su casa  en Woodbridge, su carro y compró un tiquete de avión apenas con el trayecto de venida. No tenía nada qué perder, pensó: “estaba separado, no tenía hijos y mis padres habían muerto. Ya estaba en los trámites de mi pensión y la oportunidad de vivir en una ciudad donde me esperaban buenos amigos era lo mejor que me podía pasar en ese momento de mi vida”.

Entonces al maestro Frank hoy todo le parece chévere y hasta pregunta ‘quéhorajon’, como un caleño más, pero con un tímido español que por momentos se le queda reverberando en el paladar. En el Andrés Sanín le dicen ‘el gringo’. Durante sus clases en el Insa, ‘el profe’.

Para la clase de este viernes está acompañado de Benjamín Mosquera, un músico de 24 años graduado del Conservatorio de Bellas Artes —trompetista también—, quien en poco tiempo se convirtió en otro ángel tutelar del sueño de esa banda llamada San Basilio.

Profesor  de música del Insa desde hace tres años, Benjamín no dudó en aceptar el reto que le propuso  Frank de aprender un método que le permitiría enseñar varios instrumentos musicales a la vez, todos de viento.

Es que el maestro neoyorquino le había dado un argumento de oro: mientras en el modelo pedagógico colombiano se necesita de un profesor para enseñar cada instrumento de una banda, en “Estados Unidos, si quieres ser docente, además de tu instrumento, debes formarte por lo menos año y medio más para aprender a interpretar otros y así enseñar mejor. Es más funcional y, claro, más económico”.

Sentado en el salón de profesores del Insa, mientras al fondo se escucha el timbre de cambio de clases del colegio, Benjamín evoca esa prueba rigurosa que le hizo Frank antes de comenzar a formarlo. “Me preguntó sobre lectura de música, sobre ritmos”. Solo después de eso ‘el gringo’ le habló de su ‘método mágico’. Un sistema pedagógico infalible que él empleó durante sus años como maestro en Nueva York.

Como cualquier idioma, el de la música tiene sus signos. Y el de Frank se basa en las letras del abecedario que los chicos de la orquesta, cuyas edades se mueven entre los 9 y los 11 años, conocían de sobra. Entonces Frank les enseñó que cada letra es una nota musical. Y los niños aprendieron. Y el modelo resultó efectivo incluso cuando llegó el momento de leer música, pero ya en el pentagrama.

Es un sistema mucho más lúdico, reconoce Benjamín. “Porque los niños se saben el abecedario y es más fácil que decirles esto es una negra, una semicorchea o una semifusa. Se iban a confundir. Con este método aprenden a leer música más fácil y a llevar los tiempos cuando se enfrentan al pentagrama”.

Ese, agrega, ha sido el gran éxito del modelo de Frank Lotrario. Y la cosa ha marchado tan bien, que en la actualidad otro grupo de alumnos, unos 28, ya conforman la segunda generación de la orquesta.

Hoy, los 25 estudiantes que integran la banda inicial suenan afinados. Pero año y medio atrás, cuando Frank Lotrario llegaba hasta el Andrés Sanín, tropezaba con un salón repleto de chiquillos que solo lograban notas desabotonadas.  

El primer paso entonces fue enseñarles que para interpretar cualquier instrumento primero debían aprender a escuchar. Y tras eso llegaba la concentración. También la disciplina. Los niños lo asimilaron y con eso nació una ilusión que nunca antes habían cortejado: convertirse en músicos profesionales.

Es que los niños que integran la banda caminan todos los días al colegio desde el 7 de Agosto, desde Puerto Mallarino, desde el  Andrés Sanín, desde varias de esas invasiones que crecen junto al jarillón. Sectores desangelados donde la pobreza, las drogas, las balas son también vecinos.

Son niños que han crecido en los márgenes de un mundo mal hecho. Hijos de padres que cargan la supervivencia como una marca de nacimiento. De vendedores de dulces en las esquinas y minutos de celular en el centro. De empleadas domésticas, madres solteras en su mayoría. De padres  obreros de construcción que no tienen empleos fijos.  La música, pues, era un camino para salvarse. Una vía que los sacaba del extravío. Un proyecto de vida.

Parado aún desde la esquina de ese pequeño salón de clases, Frank Lotrario los anima a seguir ensayando porque seguramente, en unos años, él mismo podrá ayudarles a conseguir una beca en  su país. “Cualquier universidad estaría interesada en tener a un muchacho virtuoso que lleve estudiando música varios años porque la gran mayoría tiene orquestas y están ávidas de jóvenes talentosos como ustedes”.

Yurani Torres lo escucha con oídos benévolos mientras sigue repasando las partituras que tiene en frente. Ella vive con el papá y un tío, y toca la trompeta. Año y medio atrás estuvo a punto de perder su cupo en el colegio, pero la música le dio de nuevo un lugar en el mundo. La motivó, dice el profe Benjamín.

El asunto era simple: si ella quería continuar en la banda, debía rendir académicamente. Ahora Yurani es una de las mejores de su salón.

Eso, la motivación, ha sido casi tan importante como aprender a distinguir una negra de una fusa o semifusa. Frank piensa en las caras dichosas que ha visto en estos 25 chicos cuando los ha llevado a presentarse en Chipichape, en La 14 de Calima, en la Base Aérea. Las mismas que verá, seguro, cuando estos niños participen en Ajazzgo. Todo habrá valido la pena entonces: abandonar para siempre un país, convencer a otros de un sueño ajeno, lograr que un chico que antes no creía en nada terminara, con devoción, creyendo en el poder bendito de un instrumento musical.

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