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El amor que libera

La película neozelandesa ‘El renacer de un campeón’ está basada en la vida del jugador de ajedrez Genesis Potoni, quien fuera conocido como uno de los más rápidos del mundo. A diferencia de las películas de superación, esta deja ver la lucha de un individuo que supo encontrar su redención en la búsqueda de su origen.

13 de septiembre de 2015 Por: @kayarojas | Docente Universidad Autónoma de Occidente

La película neozelandesa ‘El renacer de un campeón’ está basada en la vida del jugador de ajedrez Genesis Potoni, quien fuera conocido como uno de los más rápidos del mundo. A diferencia de las películas de superación, esta deja ver la lucha de un individuo que supo encontrar su redención en la búsqueda de su origen.

Bajo la lluvia de una tarde de verano, un hombre camina cubierto por una cobija de retazos. La imagen no podría ser más bella. La intensa luz del sol se cuela por entre la cortina de agua, dejándonos sentir la alegría que embarga a aquel sujeto que ríe y saluda a quienes encuentra a su paso. Este no es un hombre normal, eso salta a la vista no solo por la forma como se relaciona con su entorno, sino porque carga consigo un pasado que recuerda por fragmentos y que lo regocija como atormenta por igual.  Este es Genesis Potini un descendiente maorí que está próximo a ser dado de alta en la clínica psiquiátrica en la que ha vivido sus últimos años, lidiando con una enfermedad mental que lo ha atormentado desde que era un niño.  La película neozelandesa que lleva por nombre ‘El renacer de un campeón’ (‘The dark horse’, en su título original), entra rápido en la vida de este hombre quien en la vida real pasara a la historia del ajedrez como uno de los mejores y más rápidos que ha existido.  De esta forma la producción nos ofrece una narración pausada y paciente, interesada en explorar los detalles íntimos de una familia con karma disfuncional, que pareciera estar condenada a no salir de él.    Y bien, como íbamos contando, Gen --así lo llaman-- es dado de alta de la institución donde reposa y tiene que mudarse a la casa de su hermano mayor y su hijo, quienes malviven en  una casa caída.  El dichoso hermano no es la mejor persona: pandillero, borrachín y agresivo, somete a su hijo adolescente a vivir en un ambiente mal sano donde es maltratado por sus compañeros de grupo. Poco a  poco descubrimos el pasado que une a estos dos hermanos, que desde niños solo se tuvieron el uno al otro, llevándolos a crecer en medio de las carencias, los vicios y  la calle.  Así, mientras uno encontraba en los delitos la mejor manera de sobrevivir, el otro era diagnosticado con demencia.   Aquellos días han quedado atrás pero a la mente de Gen todavía regresan imágenes de sonrisas lejanas, de los tiempos idos, aquellos en que la inocencia  y la alegría eran parte suya.  El presente sin embargo no le hace justicia a la nostalgia y aparece con desplantes, agresiones cotidianas que obligan a  cambios certeros.  La sangre cobra valor y la película se torna maorí, no solo por la imposición de la raza, las costumbres y la fidelidad a los ancestros sino por la tradición como la mejor manera de asumir la vida y el destino. Una cosa es segura, ahora que está afuera Gen tiene que hacerse a su nueva vida y encuentra en su pasado más remoto, la mejor manera de hacerlo.  Siguiendo su primer instinto, escucha la voz de su único y más fiel amor. Entonces regresa a su única certeza, el tablero del ajedrez, esta vez  ya no como el jugador diestro que fue sino como instructor de un grupo de niños de un centro comunitario.  Así empieza a encontrarle sentido a su vida por medio de una pasión que le permite ver la vida ya no con los ojos de la leyenda del ajedrez que algún día fue sino desde la simpleza y el amor del que todo lo enseña sin esperar nada.  Pero en este tipo de películas, como en la vida, la condición social impera y se impone ante el sueño romántico del que quiere superarse. No es la excepción para Gen quien  sufre viendo como los anhelos de su sobrino se desdibujan con la violencia cotidiana de la que es objeto. Y todo frente a la complicidad silenciosa de un padre que piensa que esa es la vida que está obligado a vivir, repitiendo una historia delincuencial que más que una opción es su destino.  Entonces la película adquiere otro elemento que ayuda a elevar su nivel de  complejidad.  Los ritmos lentos que al principio podían resultarnos pesados, la sórdida cotidianidad de la familia, la dolora indiferencia callejera a la que es sometido Gen empiezan a entrelazarse con el drama del tío que lucha por librar a su sobrino de repetir la historia de su padre, de su país, de su raza.  A estas alturas de la película, involucrados como estamos en esta tierra y en esta cultura, resulta imposible no recordar la cinta también neozelandesa ‘Somos guerreros’. En esta, a diferencia de aquella, la violencia no es tan explicita pero siempre está allí, al acecho, esperando el momento para ejercer y haciéndonos permanecer alerta ante las secuencias que vendrán.  La dirección de esta película corre por cuenta de James Robertson y tiene entre sus méritos haber logrado superar la ruta fácil de la película emotiva de un campeón.  Pues aunque tiene algo de esto, también busca encontrar la hermosura en la paradoja misma de la vida.

 

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