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En principio, la gente de Samaniego se asombraba con las escenas de muerte, pero luego todo se fue normalizando y ahora ya no se extrañan con las detonaciones ni con sus consecuencias. | Foto: Especial para El País

NARIÑO

​Las voces de la guerra: los relatos de víctimas de la violencia de Samaniego, Nariño

Un padre al que después de años esperan en casa, otro al que asesinaron y un hermano muerto en una masacre, es el retrato de la barbarie en municipios como Samaniego. Mujeres por la Paz convocó un ejercicio por el rescate de la memoria.

5 de marzo de 2023 Por: Martha Cecilia Andrade, especial para El País

Samaniego, ubicado al Suroccidente del departamento de Nariño, es un municipio rodeado de montañas, con paisajes muy verdes, donde vive gente emprendedora dedicada al campo, la minería y a las actividades pecuarias.

Ha sido un territorio olvidado por el Estado, lo que facilita el establecimiento de grupos armados ilegales y desde el 2000 ha sido un corredor estratégico al que llega población flotante, en busca de fortuna en los sembrados cocaleros.

Lo funesto es que con ello también se estableció la violencia, de la que no solo dan testimonio sus habitantes, sino las cifras oficiales, pues a diciembre de 2022, se registraron 20.458 víctimas de ocurrencia, es decir, personas reconocidas en el marco de la Ley 1448/2011 que sufrieron hechos violentos.

El Registro Único de Víctimas reporta 1.015 actos terroristas, 1.129 amenazas, 426 personas que padecieron de desaparición forzada y 17.125 desplazadas.

Aquí, el relato desgarrador de tres estudiantes de la Institución Educativa Policarpa Salavarrieta, que en un proceso de memoria reconstruyen su dolor para contar la manera como les fueron arrebatados sus seres queridos.

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Le prometió a su padre asesinado que será una gran doctora

  • Yuliana Chamorro, residente en la vereda San Martin:

“Parte del testimonio lo transmito tal y como me lo contó mi madre, Yurany Melo, otra parte la sufrí cuando era niña.

Un sábado, mi padre salió con mi tío Héctor Chamorro hasta la vereda Puerchac donde se realizaba un festival con muchas personas, entre ellas, dos guerrilleros de las Farc. Entrada la noche, muy embriagados se enfrentaron a golpes tan fuertes, que mi padre y mi tío intervinieron, pero uno de ellos sacó su arma y mató al otro guerrillero. La gente asustada corrió abandonando el lugar.

Pasados varios días mi padre se enteró por rumores que integrantes de ese grupo armado los culpaban de asesinar al hombre, y una noche, mientras parqueaba el campero viejito junto a la moto frente a nuestra casa, llegaron unos hombres y pintaron el carro con letras grandes de AUC, y se llevaron la moto.

Tuvimos temor por lo que creíamos que se podía desatar. Pasados unos días lo que se presentía ocurrió, pues una noche llegaron hombres armados golpeando la puerta y preguntando por mi papá, quien escapó por detrás de la casa y se escondió en la platanera.
Debido a esa situación, decidieron irse a trabajar a la Guayacana, en el municipio de Llorente (Nariño).

Compraron una finca para trabajar en el cultivo de coca, pero cuando yo tenía tres años mataron a mi tío Héctor. Lo hicieron unos hombres frente a su esposa Yamile Casanova y su hijo Andrés, que cruzaba apenas por sus dos años de vida.

Pasado el tiempo, el 23 de junio de 2007, a eso de las 9:00 a.m., mi papá salió a comprar el mercado, nuestra finca quedaba a dos horas de la carretera, el camino era boscoso y como el río Wisa era muy grande, teníamos que pasar por Tarabita, por lo que se tardaba mucho en regresar.

Lo esperábamos ansiosas; el silencio reinante fue interrumpido por unos disparos, pero pensamos que eran cazadores de pájaros. Como estábamos en cosecha, había trabajadores en la finca, quienes corrieron a la casa a ver qué pasaba y luego se fueron a buscar, y encontraron a mi padre muerto. Regresaron abatidos, y uno de ellos llamó a mi mamá y en secreto le dio la noticia. Ella gritaba desesperada, no quería creerlo; yo, muy asustada, me puse a llorar también y le preguntaba qué era lo que pasaba, pero me lo ocultó.

Justo la noche anterior yo soñé que a mi papá lo mataban y que él me decía que se iba, pero que volvería.

Sacaron el cuerpo hasta la carretera, lo metieron en un timbo y lo llevaron hasta una tienda, cuyos dueños, amigos nuestros, nos prestaron una mesa para colocarlo y lo cubrieron con sábanas.
Una vez consiguieron transporte lo llevaron a Pasto. Mi abuela convenció a mi madre para que me contara lo sucedido y lo viera por última vez. Tenía un gran orificio en su cuello.

Luego de sepultarlo, volvimos a Samaniego, a la vereda Puerchag, donde unos amigos nos propusieron intercambiar la finca de Llorente con una de acá. Aceptamos, pues no queríamos saber nada de ese lugar, dejamos abandonado todo allá. Ahora cultivamos café, y aunque ha sido muy duro aceptar que mi papá ya no está conmigo, cada vez que recuerdo el momento en que lo vi tendido, pienso también en la promesa que le hice: estudiaré juiciosa y seré una gran doctora.

Este hecho marcó mi vida, hemos pasado muchas necesidades, me he tenido que apartar de mi mamá porque se va a otros pueblos a trabajar para mantenerme y a mis dos hermanos, pero junto con mis abuelitos y mi madre estamos saliendo adelante. Ruego a Dios que a ninguna niña le suceda lo que a mí, que se acabe la guerra y podamos vivir en paz”.

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“Mi hermano, entre los masacrados”

  • Valentina Vargas, quien recuerda el fatídico 15 de agosto de 2020, cuando fueron asesinados ocho jóvenes

“Me encontraba en casa junto a mi madre y mi hermano, de pronto sonó el celular. Daniel respondió y me dijo que eran unos amigos que nos invitaban a una fiesta de cumpleaños que realizaban en casa de los padres de Betancourt, en la vereda Santa Catalina.

Nos fuimos a cambiar y luego en moto recorrimos los tres kilómetros que nos separaban del casco urbano. Al llegar, fuimos hasta el patio de la casa en donde nos reencontramos con amigos jóvenes de nuestra edad que con alegría nos recibieron, de inmediato nos integramos a disfrutar de la fiesta. Con varios amigos bailamos y cantamos mientras algunos consumían aguardiente o cerveza.

Eran las 8:30 p.m. cuando irrumpieron cuatro hombres disparando con fusiles y gritando: ¡Todos al suelo! Vi cómo caía Brayan Cuarán y con mucho miedo atravesé la pieza donde estaba, saltando los cuerpos de varios jóvenes tendidos en el piso y fui a esconderme con unas amigas debajo de las camas.

Al ubicarnos, los hombres nos dijeron que a las mujeres no les iba a pasar nada, y nos obligaron a salir al patio. Entonces ví que Rubén Ibarra había recibido los impactos en la silla y continuaba sentado, al igual que Campos. Escudriñé todos los rincones y observé en medio de unas motos a Oscar y Sebastián Quintero, que se movían adoloridos. ¡Estaban vivos! Otros amigos, aunque en el suelo, seguían ilesos e inmóviles, sin dar motivo alguno para ser fusilados. Dios mío, ¿dónde estará Daniel?, me preguntaba.

Permanecimos inmóviles un tiempo más y convencidos de que se habían marchado, nos levantamos. Como los demás, quise alejarme de aquél lúgubre sitio, pero dos cuerpos llamaron mi atención. El más cercano era Bayron Patiño que agonizaba. Me aproximé y de nuevo mi corazón se sobresaltó al reconocer a Daniel: ¡a mi hermano también lo habían asesinado! Caí sobre él abrazando su cuerpo todavía tibio y llorando lo llamé a gritos.

Llegaron los bomberos para trasladar a Michelle, Sebastián y Oscar al hospital; iban mal heridos, por lo que más tarde también fallecieron”.
Llena de miedo y sin poder hacer nada por mi hermano, sin comprender lo sucedido me alejé de aquel lugar. Al llegar a casa mi madre al verme toda ensangrentada creyó que estaba herida y me preguntó angustiada: “¿Acaso te estrellaste en la moto?, ¿dónde está Daniel?”

Como no pude responder, la voz de un vecino que se había enterado a medias de lo que había sucedido apareció diciéndole que Daniel estaba herido. Ante lo escuchado, como estaba, corrió hasta la sala de urgencias del hospital, de igual manera yo la seguí.

Entre tanta gente arremolinada fuera de urgencias, aproveché un momento para llamar a mi padre que no estaba en Samaniego. Cuando contestó, le conté rápido antes de que no pudiera hacerlo: ¡Papá, mataron a mi hermano! No sé cómo recibió el golpe, pero el silencio que hizo para preguntar quién, cómo, dónde, me dijo que la noticia lo estremeció. Me comentó que de inmediato iniciaba su retorno.

Mi mamá que continuaba atenta a las noticias y a cualquier carro que llegaba, en un momento preguntó: ¡Mi hijo, porque no traen a mi hijo!, fue cuando creyendo que ya lo sabía, la gente se le aproximó para abrazarla y entre otras cosas que escuché le dijeron: mi más sentido pésame por la muerte de su hijito. Al escuchar esto, ella perdió el control y desconsolada gritó pidiendo respuestas. Dejé a mi mamá con otros familiares y me devolví a la vereda, quise esperar allí a mi padre para juntos traer a mi hermano.

Llegué de nuevo a la escena y fui hasta donde yacía Daniel. Lloraba la suerte de mi pobre hermano, cuestionando lo extraño de la vida, pues no entendía cómo lo pudieron matar.

La noche del velorio fue interminable, al siguiente día despedimos su vida entre oraciones y cánticos que clamaban justicia.

A partir de aquel día una idea atormentaba mi cabeza: decidir denunciar asumiendo el riesgo de ser la nueva víctima de los perpetradores, o reprimir mi angustia para seguir viviendo entre el silencio protector de mi vida y el de mi familia.

Tiempo después, en el pueblo se supo que dos de los homicidas habían sido ajusticiados en una vereda, que el tercero estaba preso y del cuarto nada se sabía.

Ahora, el lugar de Daniel lo ocupa su hija, una bebé que no lo conoció, pues entonces su madre tenía cuatro meses de gestación”.

Mujeres por la paz

La Iniciativa Mujeres por la paz-IMP-, el International Media Support -IMS-, y la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género, se aliaron para la formación de 20 lideresas del país en 2022. El objetivo fue ofrecer herramientas para que las mujeres víctimas del conflicto armado pudieran narrar sus historias. Además de las herramientas clásicas del periodismo comunitario, las lideresas cambiaron su forma de aproximarse a sus dolorosas vivencias para ofrecer su aporte a la aplicación como constructoras de paz y la Resolución 1325.

Las lideresas son mujeres activas en sus regiones y escribieron textos que dan cuenta de su compromiso y esfuerzo con sus luchas y desafíos. En este caso son tomados por Martha Cecilia Andrade, una maestra de Samaniego, cuyos escritos profundizan en la comprensión de la historia y las luchas de las mujeres en los territorios.

“Son estas y otras experiencias las que exigen que para Colombia siga siendo necesaria la representación de las mujeres en todos los niveles de decisión en la prevención, manejo, solución de conflictos y procesos de paz. Urge poner fin a la impunidad y proteger a las mujeres y las niñas durante el conflicto y después de ellos, es decir, cumplir la Resolución 1325 de 2000 de Naciones Unidas”, explicó Fabiola Calvo, de la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género.

“Han pasado 10 años y mi padre no ha regresado”

  • Melissa García, nació en la vereda El Sandy hace 17 años

“Un día, a los 6 años, jugaba con una vecina, porque nuestras casas estaban casi juntas y cerca a la cancha de voleibol, donde se reunían personas a jugar y otras a mirar el juego. Eran las 10:00 a.m. del domingo 7 de junio del 2009 cuando llegaron dos hombres y una mujer, armados y con uniforme militar, diciendo que eran de las Farc.

Dieron una ronda por la cancha y por donde estaba la gente.
Mi padre Carlos García, que jugaba voleibol, de repente se fue para la casa; se había puesto un pantalón y le había dicho a mi hermana que se tenía que ir, que le avisara a mi mamá y que en dos o tres días regresaba.
Afuera miré a mi padre que junto a otro señor hablaban con los guerrilleros, pero no le puse mucha atención y me entretuve jugando con mi amiga. Pasaron las horas y ya se hizo tarde, la comunidad del Sande que ya había sido informada, estaba alarmada, porque esos hombres se habían llevado a mi papá y al otro señor.

Mis tíos Efrén y Gerardo García, inmediatamente se enteraron de la noticia, se habían ido tras ellos, y ya bien lejos los habían alcanzado y les hablaron, les preguntaron qué estaba pasando, por qué llevaban a Carlos, y les respondieron que era una orden de su comandante, que se devolvieran sin preocuparse, porque él regresaría. Mis tíos se disgustaron tanto, que generaron una discusión con aquellos hombres, por lo que mi papá les pidió que se regresaran para evitar más problemas, y que no se preocuparan, ya que él no debía nada a nadie y que regresaría pronto.

Entrada la noche llegaron mis tíos y nos contaron lo que hablaron con los guerrilleros y que a mi papá lo llevaban encadenado. Lloramos y le pedíamos a Dios que lo protegiera y regresara pronto.

Pasaba el tiempo y la incertidumbre de no saber nada crecía entre mi familia y la comunidad del Sande. Estábamos desesperados.
Tras ocho días, apareció el señor al que llevaron junto a mi padre, dijo que lo liberaron porque su retención obedecía a una confusión y que a mi padre lo retenían porque lo iban a investigar. Pero hasta el día de hoy no sabemos por qué se lo llevaron.

También nos contó que mi padre sacaba una billetera donde tenía dos fotos de mi hermana y mía, que nos miraba, se ponía muy triste y lloraba, que casi no le daban comida y que la mayor parte del tiempo pasaba encadenado. Ya han pasado 10 años y él no ha regresado, su ausencia ha dejado marcada una huella de dolor en mi corazón y en todas las personas que lo queremos. Su recuerdo es el que nos da la fortaleza para vivir”.

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