Le presentamos la calle más arborizada de Cali

En estos días de calor infernal, una cuadra del barrio El Lido es el cielo: las 42 acacias y la palma que allí crecen, forman un túnel de sombra donde la vida se ve de otro color.

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4 de feb de 2016, 12:00 a. m.

Actualizado el 20 de abr de 2023, 04:56 p. m.

En estos días de calor infernal, una cuadra del barrio El Lido es el cielo: las 42 acacias y la palma que allí crecen, forman un túnel de sombra donde la vida se ve de otro color.

Lo más feo que tiene esta cuadra es eso, que sea una cuadra y se termine. Que tres minutos y medio a pie y sin afanes, basten para llegar de una esquina a la otra. Que se acabe en 352 pasos. Que no se repita.

Eso es lo más feo que tiene esta cuadra, la Calle Segunda del barrio El Lido, entre Carreras 42 y 44, donde hay más árboles que casas: una palma y 42 acacias sembradas a lado y lado de la calle, pero que por tramos se encuentran en el cielo y con las ramas tupidas forman un túnel que casi alcanza las dos puntas. 

La sombra es tan esplendida como para que varios taxistas y conductores descompuestos de esta ciudad derretida por el calor, la busquen al mediodía para escapar de la resolana que salpica sudor a todos lados; y allí, con el motor apagado y las ventanas abiertas, efectivamente escapen: hace poco más de veinte años, cuando la Alcaldía premiaba las cuadras más lindas de Cali y ésta fue declarada fuera de concurso, se supo que al ser la más arborizada de todas, además de bonita, también era la más fresca.

Tanto como para que caiga el bochorno que caiga, la temperatura se mantenga siempre dos o tres grados por debajo y entonces, desde siempre, sea normal que en su paisaje acaben estacionados choferes sofocados y carros amarillos. Durante el año que lleva contratado por la Junta de Acción Comunal, el vigilante en bicicleta Edinson Pomeo ha visto ocurrir ese paisaje en más de una ocasión.

Como el calor, todo se ve distinto ahí, en esta cuadra, que realmente son dos que quedaron unidas por un pasaje peatonal que cruza el barrio desde la Calle Primera a la Quinta. 

De uno de los pocos lugares donde no crecen árboles, por ejemplo, brota una leyenda en vez de una simple historia: hace muchos años el señor Ortiz habría encerrado con alambre el tronco del árbol que se estiraba afuera de su casa, para evitar que los muchachos que también crecían por esa época treparan a las ramas más altas a guindiar la belleza de su hija que se asomaba al ventanal; cuando una plaga de cucarrones cayó sobre las acacias, las pilatunas cotidianas de los muchachos, escalando otros troncos y balanceándose de sus gajos, poco a poco sirvió de antídoto contra los bichos. De esa peste, se supone, así se habrían salvado todos los árboles. Menos el del señor Ortiz donde los niños no pudieron volver a jugar y se fue secando como un corazón marchito.

En esta cuadra vive gente que no se iría de ahí por nada del mundo, como la arquitecta Martha Nhora Carval que desde hace 28 años ocupa el 42-50, donde primero vivió su abuela materna y luego una de sus tías. La suya es una casa de dos plantas, con un patio de hierba verde, una araucaria y un  árbol de limones, a los que bajan a comer pajaritos de toda clase: desde azulejos y colibrís hasta cuervos. Un lugar tan amplio como para que no se note que allí también viven Garfield, Monina y Zimba, tres gatos rescatados que se acomodan sin problemas en el espacio que les deja el estrépito de Mozart, un perro de hocico largo y mimoso que se libró de las desventuras de la calle al hallar en esa cuadra su sitio en el universo.

Este lunes, antes de las seis de la tarde y luego de un día de trabajo, Martha decía que lo más chévere de la vida era el viento, ese viento que entraba desde el patio mientras ella hablaba en la sala. A sus pies el cachorro Mozart, de pelaje pardo y liso, mordisqueaba baboso un juguete de trapo; del resto de la ciudad, ruidosa y temeraria que se suele escuchar en tantas partes, apenas llegaba un rumor. Nada en este mundo, en un momento como ese, habría sacado a Martha de allí.

Douglas Valbuena, que tiene 48 años y vive desde hace 30 en esa cuadra, dice que lo que pasa con el viento es que como en la calle que le sigue a la Avenida de Los Cerros no levantaron construcciones altas, nada se opone a la corriente que baja despeinando la montaña donde las casas blancas de Siloe alcanzan a divisarse en el pico. Entre las cinco y media de la tarde y las siete de la noche, un día sin azares y después del trabajo, a veces ese viento, que se encajona en medio de tanto árbol, puede verse meciendo a Douglas Valbuena, que a esa hora suele recibirlo tumbado en una hamaca  que colgó en el   garaje.

Lo más feo de vivir en esta cuadra, dice Douglas, quizás sea la hojarasca que no tiene días feriados. Y que cayendo sobre el antejardín debe ser mucha y muy engorrosa, como para que al pensar en limpiarla con escoba y recogedor, la cara del hombre se arrugue de fatiga. Pero también hay momentos en que detestable y todo, esa hojarasca resulta irremediablemente bella: pasa en los meses de marzo y agosto, cuando llega el periodo de mudanza de las acacias y sus ramas  avisan con florecitas amarillas que se desprenden junto a las hojas y a ratos bajan en nubes completas de ese color. Y a ratos, manoseadas y dispersas por el viento, revolotean sobre la calle hasta que se van se acumulando en grumos contra el filo de las aceras.

[[nid:504428;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/02/ep001083884.jpg;left;{Esta es parte de la sombra que las acacias dejan sobre la Calle Segunda del barrio El Lido, al unir sus ramas en el cielo. Junto a ellas, hace más de medio siglo, también fueron sembradas 36 casas. Jorge Enrique Rojas | El País.}]]

Singularidades así  se desprenden de los árboles de esta cuadra. Para citar otro caso alado, la palma que crece  entre ellos, alta como edificio de cuatro pisos, es el nido de un halcón que ha causado estragos célebres: a Andrés, un vigilante de hace dos años, se le tiraba en picada cada que se quitaba la cachucha y dejaba al descubierto su calva; a  doña Custodia casi se le prende de un moño de pelo y a la señora María del Pilar Mora se le comió un pichón de nagüi-blanca, que ella había recogido y guardado en una caja de zapatos. María del Pilar mide uno con 78 y para dimensionar el tamaño del pajarraco con las alas en vuelo, estira sus brazos hasta donde le dan. Alimentándose de la generosidad de esos árboles también han sido vistas ardillas, pájaros carpinteros, loros, guacamayas, ranas verdes, lagartijas sin nombre y un búho Bienparado.

María del Pilar es sicóloga y junto a Martha, la arquitecta, son probablemente las vigilantes más activas que en la cuadra haya ahora en favor de los árboles. Aunque la mayoría de quienes viven ahí los cuidan y protestan ante cualquier amago de poda no autorizada, son esas dos mujeres las que más tiempo les dedican en detalle por lo que llegan a darse cuenta de pormenores tan alegres como la cría del halcón, que el año pasado salió del huevo. Esa labor, estar pendientes, proteger, amar esas acacias, coinciden las dos, no solo tiene que ver con el deseo natural de preservar algo de los tiempos felices que pasaron bajo su sombra, sino con el compromiso de continuar el legado del arquitecto Harold Borrero, que casado con la paisajista Lida Caldas, hace más de medio siglo empezó su siembra.

Las casas, explica Martha, al parecer iban a ser destinadas para profesores de la Universidad del Valle pero en algún momento el proyecto cambió de orientación y empezaron a venderlas muy baratas. Una de las primeras moradoras, una señora a la que gusta hablar pero no que su nombre aparezca en la prensa, cuenta que en esos años hasta ahí llegaba el sur urbanizado de Cali y que la gente, en son de burla, les decía que se habían ido a vivir al ‘Lido Ecuatorial’. 

El arquitecto Borrero y su esposa, que también hicieron parte de la colonia fundadores, escogieron las ‘acacias sidipirunas’ para sembrarlas en los andenes, conocedores de que al no ser árboles de raíces profundas el piso se mantendría a salvo de grietas y en consecuencia nada atentaría, pues, contra los troncos que garantizarían un pedazo de sombra para todas  las 36 casas. Ese es el legado de los Borrero; el arquitecto murió hace poco y su esposa lleva tiempo muy enferma. Como en todas las cuadras, esta no es inmune a las malas noticias.

Los otros problemas, por fortuna, allí se solucionan más o menos fácil. Luego de un derecho de petición enviado a la Subsecretaría de Convivencia y Seguridad Ciudadana solicitando que revisaran la bullaranga que salía del Minimarket Distrired, que en la esquina de la 42 empezó a funcionar desde hace nueve meses, hubo una  conciliación  y ahora todos llevan la fiesta en paz. Kelly Guevara, la administradora del negocio, dice que lo pasa es que a los vecinos no les gustó el movimiento que trajo la música, pero que ya no hay problema. La muchacha, que tiene 21 años, encontró casa en la cuadra y hoy  también sonríe al hablar del nuevo clima que tienen sus días.

Ella, como muchos hemos dado con  esta cuadra por una feliz coincidencia. Hace 25 años, a  don José Antonio Ruiz, que hoy tiene 89, lo llevó hasta ahí el crecimiento de la familia y la necesidad de una casa más grande; desde que la encontró nunca se fue. A mí, que la conozco desde que era niño, me puso ahí el descuido mientras buscaba la dirección de un buen amigo que vivía una cuadra más abajo hacia la Quinta; nunca se lo dije pero después de ese descubrimiento, su barrio me gustó mucho más que el mío. Y Miky Calero, el tremendo fotógrafo que también es columnista de este periódico, se la topó en un mal día, dando vueltas en su carro.

Y desde día siguió yendo. Cada mal día. Se estacionaba media hora, ponía musiquita, pensaba, dejaba de pensar. Durante mucho tiempo, cuenta Miky, esa cuadra, y esa sombra, y esos árboles, le sirvieron de terapia sicológica. Apenas pudo y se dio la oportunidad, compró una casa donde ya  lleva seis años funcionando su estudio fotográfico. Al contarlo, su voz suena legítimamente feliz: de la cuadra le gusta  todo, el viento, el clima, la visual, dice en una enumeración que podría ser mucho más larga si un teléfono no estuviera de por medio. Lo único feo que tiene esta cuadra, sigo creyendo después de oirlo, es que se  termine. Que no se repita. Que se acabe en 352 pasos.  Y que no todos tengamos forma de vivir allá. Para los que puedan, en todo caso, una casa y dos apartamentos, se están  ofreciendo   en alquiler.

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