Una nueva agresión contra la Fuerza Pública se produjo esta semana en Toribío, Cauca, cuando 16 soldados que llegaron al lugar, en cumplimiento de una orden judicial para capturar a un integrante de las disidencias de las Farc, fueron cercados por unos 700 indígenas.

Estas personas, lideradas por sujetos que se identificaron como miembros de la Guardia Indígena, no solo impidieron a las tropas cumplir con su deber sino que inmovilizaron a los 16 soldados que integran el grupo desplazado a la zona y los mantuvieron secuestrados durante más de diez horas. Finalmente, gracias a la intervención de la Defensoría del Pueblo, los uniformados fueron liberados.

Este hecho se presenta apenas un mes después de lo ocurrido en la vereda Los Pozos, cuando una comunidad de campesinos secuestró a 69 miembros de la Policía Nacional y a seis empleados de una empresa petrolera, cuyas instalaciones fueron tomadas con violencia. Los policías permanecieron varios días secuestrados y para liberarlos fue necesaria la presencia en la zona del ministro del Interior, Alfonso Prada, quien, en una desafortunada salida aseguró que los agentes no estaban secuestrados sino en medio de un “cerco humanitario”.

Estos dos casos muestran el progresivo irrespeto que le están profesando diversos sectores a nuestra Fuerza Pública, a la que la Constitución le otorga la responsabilidad de preservar la vida, honra y bienes de los colombianos. Irrespeto auspiciado, directa o indirectamente, por un gobierno que parece más preocupado por bajarle el tono a la agresión para no incriminar a los victimarios en posibles conductas punibles, que en proteger y hacer respetar a los soldados y policías.

Esa actitud del Presidente y de los ministros de Defensa y del Interior ha generado malestar en las filas castrenses. Que se suma al desconcierto que ocasionó entre los militares la decisión del Gobierno de hacerlos permanecer en sus cuarteles, con el supuesto fin de que no interfieran en los procesos de paz que se adelantan con grupos ilegales.

Mientras tanto, el Gobierno le da todo el reconocimiento a instituciones difusas y etéreas como la Guardia Campesina. El país ha apreciado con estupor cómo los resguardos indígenas, y sus zonas aledañas, se convirtieron de tiempo atrás en territorio vedado para la Fuerza Pública, porque en esos sectores la Guardia Indígena ejerce la autoridad. Impulsada por ese mal ejemplo, ha surgido la Guardia Campesina que también pretende suplantar al Estado en varias zonas del país. Así mientras el Gobierno les da reconocimiento a estas organizaciones no protege como debiera a los encargados de ejercer la autoridad en todo el territorio nacional.

Es inadmisible que surjan territorios en los que la Fuerza Pública no puede actuar. Y más grave aún es que se vuelva costumbre agredir a los soldados y policías que están cumpliendo con su deber.

El Gobierno, en vez de minimizar esos hechos tan graves, debe exigir que la ciudadanía les dé a las Fuerzas Armadas y a la Policía el respeto que merecen y que se acate sin cuestionamiento alguno su autoridad.