Cali, sumida de nuevo en el luto por cuenta del terrorismo, hoy tiene que levantar con firmeza su voz para exigirle al Gobierno Nacional, a las fuerzas de seguridad del Estado, a las autoridades locales y regionales que combatan de manera decidida a esa hidra de mil cabezas que se alimenta de las más variadas formas de criminalidad. Su obligación es devolverle la tranquilidad a una ciudadanía que tiene el derecho a vivir en paz, sin temor por los violentos.
Este es también el momento de hacerle un llamado a la sociedad para que aparque sus diferencias, se reconozca en la diversidad y trabaje unida en el propósito común de construir una región segura, que progrese y brinde oportunidades para todos.
El ataque terrorista ocurrido el jueves 21 de agosto en inmediaciones de la Base Aérea Marco Fidel Suárez, que deja hasta ahora seis personas muertas, 79 más heridas de las cuales tres permanecen en condición crítica y destrozos millonarios en viviendas y comercio –víctimas con las que el periódico El País se solidariza– corrobora que la capital del Valle es objetivo de valor para las estructuras criminales.
El propósito es desestabilizar a la principal ciudad del suroccidente colombiano, que funciona como epicentro de operaciones del narcotráfico y del microtráfico, del negocio ilícito de la minería, del tráfico de armas y más recientemente se volvió refugio de las mafias transnacionales.
En esa presencia del crimen organizado, que si bien no es nueva sí se ha recrudecido en los años recientes, está la principal razón de la violencia que azota a la ciudad y la región, que además encuentra un terreno llano en una población vulnerable, cooptada por la falta de oportunidades pero también por los discursos de odio, que termina al servicio de la delincuencia, del terrorismo, de las catervas del mal.
Los recientes atentados terroristas, incluidos los del pasado 10 de junio perpetrados en varios puntos de la ciudad y de la región, dejan en evidencia las fallas que hoy presenta la Inteligencia estatal, desmantelada en la práctica. Las políticas de seguridad del actual gobierno no solo fracasaron; llevaron al debilitamiento de unas Fuerzas Armadas que ya no cuentan con los recursos necesarios para enfrentar un conflicto tan complejo como el colombiano, pero que además se fueron quedando sin las habilidades de su cúpula más experimentada, llamada a calificar servicios.
Ya se sabe cómo el empecinamiento de la ‘paz total’ permitió el fortalecimiento de las organizaciones criminales y de grupos al margen de la ley como el ELN, el Clan del Golfo, los carteles transnacionales de las drogas o las disidencias bajo el mando de ‘Iván Mordisco’, precisamente a las que se les atribuye la autoría de los ataques del jueves en Cali.
Hoy hay que reclamarle al presidente Gustavo Petro que acepte la responsabilidad que tiene en el recrudecimiento de la violencia en Cali, el Valle, Cauca y el Pacífico colombiano. Así mismo, exigirle que cumpla con las demandas de atención a la región y de fortalecimiento de la Fuerza Pública que han hecho la gobernadora Dilian Francisca Toro, el alcalde Alejandro Eder y los demás mandatarios locales y seccionales. La política de seguridad está para proteger a los ciudadanos, no para favorecer a la criminalidad ni a la delincuencia.
Un estudio analítico al que El País tuvo acceso revela la brecha enorme que existe entre las capacidades operativas de los grupos al margen de la ley y el Estado. Los grupos armados operan hoy con tecnología avanzada, incluyendo drones, mientras que las fuerzas estatales carecen de recursos básicos. Sin inversión significativa en recursos y tecnología, no será posible una respuesta efectiva a estos grupos que cada vez están mejor equipados.
En el propósito de blindar a Cali de la violencia, devolverle la tranquilidad y garantizar la seguridad de todos, es fundamental la colaboración de la ciudadanía, que requiere recuperar la confianza en sus autoridades, pero también en el resto de la sociedad que la conforma.
Hay que seguir trabajando para cerrar las brechas sociales, para entender a una población tan diversa, multicultural, que tiene carencias evidentes y ha sido en muchos casos desatendida en sus necesidades más básicas, por lo que se vuelve vulnerable a los actores del crimen. Es imperativo hacer un llamado a todas las fuerzas vivas de Cali –al empresariado, a los gremios, a la academia– para que redoblen los esfuerzos en la prevención, evitando que la narrativa del odio y la violencia permee en la sociedad.
Sobre todo, hoy la comunidad caleña debe estar unida en una sola voz para rechazar al terrorismo, para decirles a quienes lo promueven que no podrán jamás cumplir con su propósito de acabar con la ciudad, porque esta es fuerte, resistente, capaz de superar las tragedias y de levantarse cuantas veces sea necesario de entre los escombros.
¡La violencia no ganará!