Hace treinta años, Colombia adoptó el Estado Social de Derecho al aprobar una Constitución que reflejó a su vez la necesidad de cambio de sus instituciones políticas. Hoy, la pregunta debe ser por qué no ha sido posible desarrollar en su integridad el contenido de esa Carta.

Nacida de un movimiento conformado en su mayoría por jóvenes que promovieron la séptima papeleta en las elecciones de 1990, la Constitución de 1991 se tomó entonces como una especie de tratado de paz que refundara nuestra república, le diera una nueva legitimidad y proyectara al Estado a las nuevas realidades producidas por épocas difíciles. Eran épocas en las cuales la concentración de poder alrededor del Ejecutivo, el clientelismo en el Legislativo y la imposibilidad de que el poder Judicial autorizara los cambios de fondo que requería el Estado, parecían demandar un borrón y cuenta nueva en la dirección del Estado.

La gran sorpresa la dieron las elecciones de la Asamblea Constituyente. Si bien el liberalismo de entonces obtuvo el mayor número de delegados, el M-19 y el Movimiento de Salvación Nacional como coalición de opinión obtuvieron una inesperada cuota. Ello llevó a algo revolucionario en el contexto de un país acostumbrado al bipartidismo que dejó el frente Nacional: la designación de una presidencia que fue compartida entre esas tres corrientes que reflejaron la voluntad de los electores.

Ese paso se erigió como la muestra del espíritu de conciliación y renovación que tuvo la Asamblea Constituyente. Espíritu reforzado sin dudas por el afán de liberar nuestra democracia de los amarres que le impedían al Estado de entonces atender los fenómenos y desafíos que generaban entonces hechos como la corrupción, la arremetida de la violencia guerrillera y el poder creciente del narcotráfico. Todo ello enmarcado en el clientelismo y la política de garaje que sustituyó a los partidos como organizaciones disciplinadas que canalizaban las relaciones entre las instituciones públicas y los ciudadanos, el constituyente primario según la teoría.

Nació así el Estado Social de Derecho, creando instituciones como la tutela y limitando el poder que ejercía el presidente de la República a través del estado de sitio. Fue un cambio que ofreció más garantías y más derechos, mayor transparencia en la política y una posibilidad de limitar el poder de veto que tenían los jueces contra los cambios constitucionales que afectaran sus atribuciones.

Treinta años y decenas de reformas después, instituciones como la descentralización y desconcentración del Estado aún esperan ser desarrolladas, y Colombia está cada vez más asfixiada por un centralismo que propicia la desigualdad y la incapacidad para llevar seguridad y desarrollo a todo el territorio colombiano. Así mismo, el clientelismo sigue controlando la actividad pública y electoral, y a través de las encuestas se puede palpar la insatisfacción de los colombianos frente a lo que está sucediendo en casi todos los aspectos de la actividad pública.

Por ello, hay que preguntar si la Constitución del 91 es la causante de la distancia entre el ciudadano y sus instituciones.