No todo se puede tolerar en nombre de la paz, mucho menos cuando ese anhelo de todos los colombianos es utilizado por quienes ejercen la violencia para conseguir que el Estado claudique frente a ellos. Lo ocurrido en San Vicente del Caguán la semana anterior en contra de quienes defienden a la Patria no se puede minimizar, ni disculpar con eufemismos y retóricas.

Con indignación, el país vio casi en directo cómo el jueves pasado un grupo de 600 integrantes de la que se autodenomina guardia campesina, en medio de las protestas iniciadas hace 45 días en contra de una petrolera que opera en la región, se tomó sus instalaciones, las destruyó y secuestró, a la vez que sometió a humillaciones, a 78 policías así como a seis trabajadores de la empresa. En los hechos fue asesinado un uniformado, varios más resultaron heridos y uno de los manifestantes murió.

Lo ocurrido en el Caguán fue a los ojos de la mayoría de los colombianos un hecho violento, de menosprecio por la vida, además de una afrenta contra la Fuerza Pública que se encontraba en el cumplimiento de sus deberes constitucionales. Esa realidad no se puede distorsionar, ni mucho menos atenuar como lo hizo el Gobierno Nacional en palabras de su Ministro del Interior, quien calificó lo sucedido como un “cerco humanitario que impidió la movilidad de unos miembros de la institución policial y de la empresas… para evitar confrontaciones y proteger incluso la vida de quienes estaban en riesgo en ese momento”.

En San Vicente del Caguán no fueron “retenidos” 78 policías y seis civiles, fueron secuestrados, atacados y sometidos a la vergüenza, como lo ratifican los testimonios entregados por varios de los uniformados después de su liberación. Son hechos graves, que no se pueden disculpar en la protesta campesina o en los problemas sociales que, sin duda, afectan a gran parte del territorio nacional.

La posición asumida por el Presidente Petro y sus ministros en los hechos sucedidos en el Caquetá, genera preocupación. Entre otras razones porque lleva a pensar que en su afán por establecer la paz, garantizar la seguridad, negociar y abrir el diálogo social, se les está permitiendo todo a quienes recurren a la violencia para obtener sus propósitos. Peor aún es que en esos procesos se desconozca la labor de la Fuerza Pública, hoy con su moral afectada con justa razón, y se envíe el mensaje de que en las políticas de Estado no hay la debida articulación con la Policía y el Ejército, encargados de defender la vida, honra y bienes de los colombianos.

Los crímenes cometidos en San Vicente del Caguán, entre ellos el asesinato del subintendente de la Policía Ricardo Arley Monroy Prieto y del campesino Reynel Arévalo, no pueden quedar impunes. Se debe, además, investigar si las protestas fueron intervenidas por organizaciones criminales que operan en la zona como se rumora, y si fueron ellas las que ordenaron la roma de las instalaciones petroleras y el secuestro de los uniformados.

El Estado de Derecho debe prevalecer. No todo se vale para lograr la paz o resolver los reclamos sociales en Colombia.