“El 90 % de los países desarrollados permiten la reelección indefinida de su jefe de gobierno, y nadie se inmuta. Pero, cuando un país pequeño y pobre, como El Salvador, intenta hacer lo mismo, es el fin de la democracia”.
Con estas palabras, el salvadoreño Nayib Bukele respondió a las críticas que le hizo la comunidad internacional luego de que, mediante un trámite exprés, llevara a su Congreso oficialista a aprobar la reelección presidencial indefinida en su país.
Pero hay un asunto en el que el Mandatario del país centroamericano tiene razón: la democracia, el sistema político que se consolidó en el mundo a lo largo del Siglo XX, está en crisis, al menos en América Latina.
No de otra manera se explica que el régimen de Nicolás Maduro rechace que lo tilden de dictadura, bajo el argumento de que en Venezuela sí se celebran elecciones. O que Daniel Ortega, mediante reformas supuestamente constitucionales, ya vaya a cumplir dos décadas como presidente ‘electo’ de Nicaragua.
Pero la verdad es que si bien los casos de Caracas y Managua pueden ser los más extremos, otros gobiernos de la región, y especialmente de Centroamérica, le han ido corriendo la cerca a cuestiones tan sagradas como la separación de poderes, la libertad de expresión y las garantías electorales.
De hecho, Xiomara Castro, mandataria de Honduras, ha sido acusada de generar un clima de deterioro de la confianza en las instituciones y de alentar una represión por parte de las Fuerzas Militares que podría derivar en hechos de violencia política, sobre todo de cara a las elecciones de noviembre próximo.
Varias organizaciones no gubernamentales han denunciado la detención arbitraria de candidatos locales, lo que ha puesto en entredicho la transparencia y la seguridad de los comicios, cuando esa debería ser una de las prioridades de cualquier gobierno que se diga democrático.
Y una situación similar parece estar ocurriendo en Guatemala, donde el Ejecutivo de Bernardo Arévalo ha sido señalado de perseguir judicialmente a los opositores y de debilitar el sistema electoral en la antesala de las presidenciales del 7 de septiembre.
Entonces, hay que aclararle a Bukele que aprovechar las mayorías para hacerse al poder de forma indefinida es solo una de las arbitrariedades que se le reclaman. Y que censurar que se permitan arrestos masivos sin orden judicial no va contra la soberanía de un país, sino en favor de un Estado de derecho.
Así las cosas, es momento de que los latinoamericanos y el resto del mundo estén atentos a los abusos que se están cometiendo en esos países, pero también en otros, como Colombia, en donde la separación de los poderes públicos es cada vez más frágil por cuenta de gobernantes que quieren influir sobre decisiones de carácter judicial e irrespetar la independencia de las instancias legislativas.
Una cosa es preciarse de tener un sistema político basado en el valor supremo del voto y en el respeto de las libertades individuales, y otra muy distinta es sostener una democracia disfrazada, ejercida al amaño de los intereses de los mandatarios de turno.