Ocho días fue el tiempo que transcurrió desde la posesión de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente de Brasil y la primera revuelta grave que debió conjurar. Es el síntoma de una nación dividida en dos facciones, como se demostró en los comicios de octubre anterior que le permitieron al líder del Partido de los Trabajadores llegar a un tercer mandato por una diferencia mínima frente a su contendor.

En la tarde del domingo miles de seguidores del ex presidente Jair Bolsonaro se tomaron las sedes de los tres poderes constitucionales, el Congreso, el Palacio Presidencial y el Tribunal Supremo de Justicia, causando destrozos y exigiendo la intervención del Ejército para relevar a Lula del poder. La acción de las autoridades, ordenada por el Mandatario brasileño, disolvió en pocas horas las protestas, mientras 1200 personas fueron detenidas y 300 de ellas enviadas a la cárcel por participar en los actos violentos.

No hay cómo evitar la comparación con la toma al Congreso en los Estados Unidos, hace exactamente dos años, impulsada, o por lo menos respaldada, por el entonces presidente Donald Trump quien sigue bajo investigación por los hechos. Que sean los seguidores del derechista Bolsonaro quienes protagonizaran las manifestaciones en Brasilia genera suspicacias sobre la participación del exmandatario, quien dos días antes de la posesión de Lula viajó a la nación norteamericana y ha rechazado con tibieza las protestas a la vez que ha culpado al actual gobierno por ellas.

La comunidad internacional no tardó en condenar lo acontecido en Brasil y de calificarlo, con razón, como un atentado a la democracia, mientras tanto el presidente Gustavo Petro, se atrevió a calificarlo como “golpe del fascismo”. La intervención del mandatario colombiano incluyó una amenaza velada a la Organización de Estados Americanos, OEA, al exigir una reunión urgente y la aplicación de la Carta Democrática “si quiere seguir viva como institución”.

Ese comienzo atropellado de su mandato, demuestra que Lula no la tendrá fácil en su tercer periodo de mandato. La mitad de la población -hay que recordar que ganó con el 51% de la votación contra el 49% de Bolsonaro- no confía en él, aún lo persiguen los escándalos por corrupción que lo llevaron a la cárcel aunque su condena después fue anulada, y en su contra tiene un Congreso de mayorías conservadoras.

A la par con la tensión política y social, el nuevo presidente deberá hacerle frente a la situación económica por la que atraviesa Brasil, con una inflación que el año anterior fue del 5,9%, una previsión de crecimiento del 1% para el 2023 y con 33 millones de personas pasando hambre. A ello se suman la inseguridad y la criminalidad que afecta en particular a las principales ciudades, así como la urgente recuperación de la Amazonía, lo que pasa por derogar las políticas de su antecesor que beneficiaron su explotación. Es de esperar que por su afinidad ideológica con el Mandatario colombiano, las relaciones fluyan entre los dos países.

En todo caso, la función principal de Lula será preservar la democracia en su país, de cualquier intención de golpe de Estado que tenga la extrema derecha y aún de la remota posibilidad de que se convierta en un régimen dictatorial de izquierda, como los que ya existen en Latinoamérica.