Dos hechos que protagonizaron las llamadas barras bravas de equipos de fútbol durante la semana que termina, volvieron a generar preocupación alrededor de la violencia que se presenta en torno a un espectáculo que debía ser para el disfrute de toda la familia, pero que se ha convertido en una actividad de alto riesgo.

De un lado, el domingo anterior el juego entre Atlético Nacional y el América de Cali no se pudo realizar debido a los desórdenes que protagonizó un sector de las barras en el estadio Atanasio Girardot, cuando faltaba una hora para iniciar el compromiso. El saldo de este incidente: varias personas heridas entre uniformados, aficionados y personal de logística. Dos días después se presentó una nueva situación bochornosa, esta vez en el estadio Palogrande de Manizales. Algunos hinchas invadieron la cancha cuando faltaban pocos minutos para que se terminara el partido entre el cuadro caldense y Alianza Petrolera y agredieron a varios jugadores del club manizalita.

En el primer caso, al parecer, los desórdenes se presentaron por la inconformidad de los barristas generada por la decisión de la dirigencia del Nacional de suspender un ‘contrato’ que existía con algunos líderes de las barras, que, supuestamente, prestaban logística en el estadio y ayudaban a controlar los hechos de violencia. En Manizales, el origen de los disturbios fue la mala racha deportiva que atraviesa el Once Caldas, agravada por la derrota que ese día afrontó contra Alianza Petrolera, rival directo en la lucha por no descender a la categoría B.

Sea cual sea la razón, es inaceptable que estos hechos de violencia se tomen los estadios del país. Los primeros responsables son, por supuesto, los integrantes de esas barras, muchos de los cuales parecen acudir al espectáculo para consumir licor o drogas alucinógenas y armar el desorden, antes que para animar al equipo de sus preferencias.

Los propios clubes de fútbol tienen su cuota de responsabilidad porque desde hace años han alcahueteado, e incluso protegido, las actividades que desarrollan esas barras. Comenzaron por entregarles entradas gratis y financiarles los viajes para acompañar a los equipos cuando juegan de visitantes. Y siguieron por hacer contratos millonarios con ellas. Los equipos terminaron siendo víctimas del trato que les han dado a los barristas y ahora deben enfrentar las agresiones de estos colectivos, que afectan el espectáculo si les retiran los privilegios de los cuales han venido gozando. Como ocurrió en Medellín.

Esta coyuntura debe servir para que esa malsana relación de los equipos de fútbol con las barras termine de una vez por todas. No es posible que la mayoría que paga su boleta por ver en paz un partido se vea afectada por una minoría violenta, para la cual el espectáculo deportivo está en un segundo plano.

Las autoridades deben adoptar las medidas necesarias contra los responsables de estos desórdenes. Y si el problema persiste, no debe descartarse ninguna sanción, por drástica que sea, con el fin de que los verdaderos hinchas tengan las garantías para disfrutar ese espectáculo.