La Constitución de 1886, con la redacción preciosa de don Miguel Antonio Caro, tenía un artículo, el 121, en virtud del cual, previo concepto no vinculante de Consejo de Estado, el presidente de la República, con la firma de todos sus ministros, podía declarar turbado el orden público y en estado de sitio todo o parte del territorio nacional, quedando investido de funciones legislativas para dictar normas tendientes a la recuperación del orden público y cuya vigencia terminaba cuando se levantaba el estado de excepción.

Desde luego, esa norma se prestaba para que un mandatario violara los linderos que le ponía la Carta. Aquí va uno de esos ejemplos.

En la elección presidencial de 1946, el Partido Liberal, que venía gobernando desde 1930, cayó en una división irreconciliable, y saltaron al ruedo dos candidatos, el oficialista Gabriel Turbay y el disidente Jorge Eliécer Gaitán. No fue posible que se lograra el retiro de uno de los dos aspirantes.

El máximo jefe conservador, Laureano Gómez, quien era el obvio candidato de su partido, sabía que su nombre haría que los rojos se unieran y siguieran en el poder. Hábil estratega, fue a Medellín y ofreció la candidatura a Mariano Ospina Pérez.

Ospina era un próspero empresario, emparentado con tres expresidentes. Los liberales sumados obtuvieron 700.000 votos; el conservador, 500.000, y con esos se hizo con la presidencia.

Pero Laureano le pasó cuenta de cobro a su pupilo. Como el triunfador le debía la victoria, Ospina tuvo que garantizarle que pondría el gobierno al servicio de Gómez para que este ganara las elecciones de 1950.

El régimen acudió a ‘todos los medios de lucha’, y permitió que las armas oficiales, especialmente la Policía, emprendieran una violencia atroz contra el liberalismo.

El Congreso, de mayoría liberal, resolvió iniciar juicio político a Ospina, y enterado este del conato rojo, el 9 de noviembre de 1949, a 20 días de la elección en solitario de Gómez, porque el Partido Liberal declaró abstención por falta de garantías, apeló al Artículo 121.

Y llegaron los decretos. Por el primero declaró turbado el orden público y el estado de sitio; por el segundo, dispuso la clausura de las cámaras legislativas y de todos los cuerpos colegiados de elección popular; por el tercero, la censura de prensa; y por el cuarto, alteró el sistema de votación en la Corte Suprema de Justicia que en ese entonces se encargaba del control constitucional de esos decretos. Como el Partido Liberal tenía dos magistrados que le daban la mayoría, pues de 16 togados había 9 liberales y 7 conservadores, decretó que las decisiones del alto tribunal no se tomaran por la mitad más uno de los miembros, sino por las dos terceras partes, lo que ponía a salvo los inconstitucionales decretos, todos contrarios a la Carta, pues ninguno iba en busca de la recuperación del orden público como lo exigía la norma.

Años después, por demanda de López Michelsen, para constancia histórica, esos draconianos decretos fueron declarados inexequibles.

La Constitución actual autoriza al presidente para declarar la conmoción interior, y así lo hizo Petro para enfrentar la tragedia que vive el Catatumbo, con más de 100 asesinados y 60.000 desplazados que huyen de la muerte hacia Cúcuta y Ocaña. Increíble la censura que dan algunos dirigentes, incluidos dos expresidentes de ancestro liberal, por haber hecho lo que hizo. Conjurar esa tragedia en Norte de Santander exigía una serie de medidas de urgencia que solo puede tomarse con la declaratoria de conmoción interior.