Estados Unidos quiere dar lecciones sobre cómo manejar una pandemia, a pesar de las dramáticas cifras de contaminación y muerte, resultado de la ceguera producida por las luchas partidistas internas, mezcladas con ignorancia, extremismo religioso, racismo y xenofobia que medran en el pánico americano por el fin del Destino Manifiesto. El enigma de cómo una sociedad tan creativa e industriosa, con contribuciones tan grandes a la humanidad, representa también lo más detestable del género humano.
Con el covid-19 la retórica americana ha desatado el racismo antiasiático, especialmente tanto cuando sus líderes usan términos despectivos que designan a una raza como responsable de la pandemia como “gripa china” o “resfriado Kungfu”, como cuando tratan de desviar la atención para esquivar la responsabilidad por no tomar medidas oportunas de elemental salud pública para que la pandemia no se expanda más. Una historia ya vivida.
Hace poco se conmemoró el aniversario del inicio de otra pandemia que ha cobrado la vida de 32 millones de personas en el mundo y se reflexionó sobre los errores inexcusables de los Estados Unidos en el manejo de un problema de salud pública con la consecuencia de 32 millones de muertos hasta el momento. ¿Llamaremos esa pandemia “el virus americano”?

En mayo de 1981 se reportó que al hospital Belleuve en Manhattan, Nueva York, habían ingresado a cuidado intensivo varios pacientes con una neumonía de la que no solían sobrevivir. Inicialmente se dijo que era una neumonía común en pacientes de edad avanzada y con sistemas inmunes débiles por cáncer avanzado. Sin embargo alguien señaló que los casos de Belleuve eran pacientes sanos que desarrollaban un cáncer de piel después, no era preexistente. Entonces descubrieron otra correlación: todos eran homosexuales.

Por esa asociación la enfermedad inicialmente se denominó Gay Related Inmune Deficiency (GRID), lo que desató una oleada de homofobia y enfoques de salud pública equivocados. Para esa época el homosexualismo aún estaba catalogado como un trastorno mental y así fue por diez años más. Por lo tanto, la gente “normal” no tenía nada qué temer. A los gais se los responsabilizó de la desgracia por tener comportamientos sexualmente peligrosos. No era un problema de salud, sino de moral, había que portarse bien. Mientras tanto, la enfermedad se expandía a toda velocidad por Estados Unidos y el mundo. La historia se reforzó cuando en las correlaciones de los pacientes de Nueva York llegaron a Gaëtan Dugas, un auxiliar de vuelo canadiense gay, en adelante designado como “paciente cero” de una enfermedad exclusiva de gais.

La cosa se enredó cuando entre los grupos significativos de infectados aparecieron haitianos, adictos a heroína y hemofílicos, de todas formas gente rara, nada qué temer por la gente de bien. Cuando entre las afectadas aparecieron madres gestantes de parejas sexualmente “correctas” el problema cambió, pues los buenos maridos blancos heterosexuales sin adicciones a heroína, eran también vectores infecciosos, pero ya era tarde.

El término GRID se cambió a SIDA en 1983. A Dugas lo reivindicaron porque ser el primer diagnosticado no es ser el causante de una epidemia, en la que tuvo más que ver el odio, la exclusión y el enfoque equivocado de los primeros años. Pero nadie se refiere al VIH como el “virus americano”, porque no lo es.

Joseph Biden, el buen abuelito demócrata anda de gira mundial reviviendo el odio antichino, sin advertir que en sus breves cinco meses como Presidente se han producido 200 mil de las más de 600 mil víctimas de covid en Estados Unidos. Biden olvida la historia para repetirla y, para superar a Trump, imita a Trump.