Reducir la pobreza y lograr que cada día más colombianos vivan mejor, que satisfagan sus necesidades y alcancen, con sus familias, un salto cuantitativo y cualitativo en sus condiciones de vida, debe ser un propósito nacional. El progreso de las últimas décadas ha sido importante, pero aún 21 millones de personas en el país la pasan muy mal. En eso parecieran coincidir los candidatos, pero se diferencian de fondo en cómo lograrlo.

La historia enseña que la mejor manera de alcanzar un mayor desarrollo es generando riqueza y es la iniciativa privada, de las personas, en un marco de libertad económica, el camino más efectivo para producir y crear los bienes y servicios que una sociedad demanda. Es a través del trabajo y de la generación de empleo digno y bien remunerado, que un país progresa; no es cruzándose de brazos o satanizando a quien hace empresa.

Y hacer empresa no es fácil y mantenerla menos. La inversión compara y mide el riesgo, independiente de si es la de un joven emprendedor o un comerciante avezado. Y para ello, más allá de si hay un potencial en los mercados, lo fundamental es la confianza. La inversión es cobarde, de ahí la trascendencia de la seguridad jurídica y de la estabilidad política; de contar con reglas claras y sensatas, de lo contrario la inversión se espanta.

Esa tarea recae en el Ejecutivo, el Congreso, las altas cortes y los organismos de control, que deben colaborar armónicamente en vez de tirar cada uno para su lado. Pero en una democracia liberal presidencialista el jefe de Estado es quien marca la pauta en política económica, tiene el grueso de la iniciativa del gasto y da tranquilidad a los mercados. En ese mundo sensible cada palabra y acción cuenta, y cuenta en especial la coherencia.

Pero un crecimiento sostenido necesita no solo de políticas económicas adecuadas. Es necesario contar con instituciones sólidas y efectivas y garantizar el imperio de la ley. Pese a las acciones contundentes contra el crimen, la violencia y la inseguridad no dan tregua. Combatir sin contemplación al Eln, al narcotráfico y a la delincuencia, y poner orden en las movilizaciones violentas y transgresoras de derechos, son una prioridad.

Lo anterior ocurre, en parte, por el relativismo legal que asfixia a Colombia; la ley aplica según la conveniencia y los intereses políticos. De ahí que la corrupción se entronizara en la sociedad. No se equivocan quienes dicen que es uno de los problemas más graves, por el volumen de recursos que esquilan y porque afianza y perpetua la cultura del atajo y del todo vale, que tanto daño ha causado y que algunos se empeñarían en profundizar.

Al votar debemos preguntarnos qué país queremos. Dependiendo quién resulte elegido y de sus prioridades, los escenarios serán muy distintos. Ojalá quien gane la presidencia tenga claro que un desarrollo económico con mayor equidad requiere de una economía de mercado confiable, y de un país seguro en el que se ejerzan los derechos y cumplan los deberes con apego a la ley. Ojalá comprenda que es urgente recuperar la decencia, que la libertad sin orden no es posible y que el odio por mantra conduce a más violencia.