Volví al Liceo, mi colegio, oír su himno cantado por esas pequeñas de Transición, subir las escaleras y atravesar sus corredores, los mismos baños donde tantas veces tuve la impresión de que se me aparecía la virgen. Recordé las palabras y con lágrimas en los ojos me uní al coro: Cantemos al Liceo divino colmenar, donde la dulce abeja con su tensión y ritmo fabrica su panal”. Atravesar de nuevo esa entrada donde tantas veces sentí el vértigo de los exámenes, el bullicio de los recreos, y la severa ternura de la señorita Betsabé de la Señora Ana, de la señorita Raquel Rey de Aida de Galvis nuestra profesora de matemáticas me sacudió el alma.

Pero esta vez no iba como estudiante ni como madre, sino como invitada a la ceremonia de graduación de Sarai mi pequeña niña, hija de mi asistente nariñense, a quien el Liceo ha becado parcialmente. No fue un acto cualquiera, las niñas del ballet, bailaron el Lago de los Cisnes, lo mismo que nosotras vestidas como flores, nubes y rayitos de sol lo hicimos en primero de primaria. ¿El acto no fue con togas de mentiras, ni desfiles, sino una maravillosa producción musical de baile, tambores y actuación y el tema? Lo de hoy, la comida saludable, no a los chitos y papitas fritas ni dulces, si a las frutas y verduras que hoy se siembran y se cultivan en las huertas del Liceo. Cada niña y niño escogió su fruta y verdura y en inglés con un sencillo atuendo presentaron su escogencia.

La directora estuvo presente, para ella Transición es la semilla de la sociedad, nos habló de los valores liceístas, no solo tensión y ritmo, sino del Manual de Convivencia. No es pisotear a la otra, ni ser el más rico ni el más poderoso, es practicar la economía del cuidado, la economía del dar, que pensé que solo ahora la había conocido con mis amigas filósofas, pero no, lo aprendí en el Liceo.

Recorrí los pasillos con el corazón en la mano. Las obras artísticas de los niños, objetos con materiales reciclados, cosas útiles como mochilas pintadas. En las paredes no vi ni un solo mensaje vacío, todo lo que estaba escrito allí era producto del trabajo conjunto entre estudiantes y docentes, y hablaba de un colegio que no le teme al presente, que no vive anclado a la tradición como una reliquia, sino que se renueva sin perder el alma.

Volví a salir por esa misma entrada con una sonrisa que me duró todo el día. El país podrá estar lleno de heridas abiertas, pero mientras existan colegios como el Liceo, que educan con el corazón y con el ejemplo, hay esperanza. Porque formar ciudadanos empieza ahí, en un salón de Transición, donde se canta, se comparte, se juega y se aprende que la vida, la buena vida, se construye con valores que no pasan de moda. Volver al colegio fue, esta vez, una lección de futuro.